Hasta Bernie Sanders, el socialista, ganaría a Trump. Los macho alfa también pierden. Los jerarcas republicanos lo saben.
Sigue el alzamiento contra el Macho Alfa. Tras los resultados del sábado arreciará la rebelión. Han tocado a degüello. Primero fue la carta pública firmada por 94 expertos en relaciones internacionales de tendencia republicana. Advertían de que Donald Trump era un peligro para Estados Unidos y para el mundo. El extraño revoltijo de cabellos que coronaba su cabeza reflejaba el desordenado caos que existía dentro de su cráneo. Tenía pocas ideas, pero todas eran rematadamente malas y peligrosas.
Luego siguió la declaración pública de Mitt Romney. Fue directo y corrosivo. Le llamó tramposo y, con otras palabras, explicó que semejante sujeto no podía representar al partido de Abraham Lincoln, especialmente tras el entusiasta apoyo que recibiera del KKK.
La noche del jueves 3 de marzo se extendió la rebelión. Ocurrió en un debate organizado por la cadena Fox. Los senadores Marco Rubio y Ted Cruz armaron una eficaz operación de pinzas contra quien, hasta ahora, encabeza el pelotón de aspirantes republicanos a la Casa Blanca. John R. Kasich, gobernador de Ohio, se mantuvo al margen del combate. Desempeñaba el papel del estadista interesado en discutir los grandes temas y no las cuestiones personales.
Tal vez Kasich se equivocaba. El problema de Donald Trump no son sus ideas, sino su persona. Nadie sabe cuáles son las ideas de Donald Trump. En realidad, nadie lo ha acusado de tener ideas, salvo los de la carta pública, que afirman que son disparatadas. Trump tiene consignas. Hace frases. ¿Es una paloma, es un halcón, es un avión? Es Superman. Es Donald Trump.
Se sabe que es un empresario exitoso que, a media lengua, sin decirlo a las claras, aboga por el proteccionismo y abomina de la globalización, como tantos populistas enemigos de la libertad económica y del comercio internacional, pero él mismo se encargó de repetirlo: es el líder. Ha ganado en diez estados y la gente vota por él.
¿Quiénes votan por él? En general, los machos y hembras beta. Hace muchas décadas, los etólogos que estudian a los primates, nuestros parientes más cercanos, se interesaron por entender cómo se establecía la autoridad entre los chimpancés y los gorilas. Había unos monos que mandaban y otros que obedecían. Eso era obvio, pero ¿cómo se generaba esa jerarquía?
Los líderes eran más feroces, más fuertes, incluso más grandes, más agresivos y dominantes. Enseñaban los dientes, se golpeaban el pecho, intimidaban al grupo. A veces, hasta contaban con una providencial franja de pelos blancos en la espalda como una señal visual de la autoridad que reclamaban.
Les llamaron machos alfa. Sentían la urgencia vital de mandar. Ello les traía ciertas recompensas materiales. Comían primero. Se apareaban con más hembras y esparcían sus genes abundantemente. Las manadas de monos que contaban con los machos alfa más fuertes y agresivos tenían más posibilidades de prevalecer. Parecía ser una estrategia de supervivencia de la especie. Un oscuro instinto biológico grabado en el ADN en el larguísimo proceso evolutivo.
Los beta se subordinaban a los alfa. Los seguían, cumplían sus órdenes, obedecían a sus gruñidos, y no dudaban en desplegar gestos de vasallaje. Se agachaban, colocaban sus manos con las palmas hacia arriba o, a veces, cubrían con ellas sus genitales. Eran tropa, no jefes. De alguna manera, ese sometimiento les confería una cierta seguridad.
Del primitivo vínculo alfa-beta fue surgiendo nuestro tejido social. De ahí se derivan, por ejemplo, el patriarcado, los reyezuelos y los jefecillos. Mucha gente necesita un caudillo, un macho alfa, especialmente en tiempos de inseguridad. Lo describió, de otra manera, Erich Fromm en El miedo a la libertad. Antes lo habían escrito unos españoles especialmente ruines: «Lejos de nosotros, Majestad, la funesta manía de pensar», le dijeron al rey Fernando VII (un macho alfa donde los haya), las autoridades de la Universidad de Cervera en el primer tercio del siglo XIX.
«¡Vivan las cadenas!». Las masas desean gentes que tomen por ellas las decisiones adecuadas. No quieren pensar. Están formadas por hombres y mujeres beta. Esa es la historia de Hitler, de Mussolini o de Fidel Castro. Cuando los cubanos gritaban, a voz en cuello, «si Fidel es comunista, que me pongan en la lista», o cuando repetían la consigna “Comandante en Jefe, ordene”, eran primates agachados con las palmas de la mano colocadas hacia arriba. Eran una plañidera manada de betas.
¿Podrán los líderes republicanos detener a Trump? No lo sé. El promedio de televidentes que han observado los debates se mueve en torno a los 12 millones de personas. Menos de un 5% de este enorme país. La ansiedad aumenta con cada encuesta que se realiza. En las últimas, tanto Marco Rubio como Ted Cruz derrotarían a Hillary Clinton. Trump perdería con ella. Hasta Bernie Sanders, el socialista, ganaría a Trump. Los macho alfa también pierden. Los jerarcas republicanos lo saben.