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Los países nórdicos se desarrollaron antes del Estado de bienestar

Publicado en El Confidencial

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Lo fundamental es que las libertades individuales de todas las personas sean defendidas igualitariamente.

La renta per cápita de Dinamarca o de Suecia se ubica en torno a los 50.000 dólares internacionales. Estamos ante dos de los países más ricos del mundo y que, además, cuentan con un Estado de bienestar amplio. Para muchos, los países nórdicos se han convertido en un faro político a emular: desarrollo y cohesión social. Algunos de ellos, incluso llegan al extremo de explicar su elevada prosperidad merced a la implantación de políticas fuertemente redistributivas: gracias a que países como Suecia o Dinamarca desarrollaron desde un comienzo políticas sociales intensamente inclusivas, su crecimiento económico fue muy acelerado; sin tales políticas, su bienestar actual resulta incomprensible.

Sin embargo, la evidencia no apunta en esta dirección. Gran parte del desarrollo de los países nórdicos se produjo antes de que se implantara su mastodóntico Estado de bienestar: o dicho de otro modo, fue el alto grado de desarrollo de estos países el que permitió sufragar su voluminoso gasto público. No al revés.

Y es que, entre 1880 y 1940, el gasto público de Dinamarca (o de Suecia) se hallaba por debajo del de los principales países europeos… incluyendo España. Es más, hasta 1965, el peso en la economía del Estado danés ni siquiera rebasó la cifra del 20% del PIB (el nivel que actualmente exhiben economías tan libres como Hong Kong, Singapur o Taiwán). A su vez, el tipo marginal efectivo sobre los daneses de rentas más altas se mantuvo por debajo del 20% hasta 1940 y por debajo del 40% hasta 1965. Solo fue en las décadas de los setenta y de los ochenta cuando el tamaño del sector público verdaderamente se disparó y los tipos marginales efectivos de las rentas más elevadas superaron el 60%.

¿Significa esto que el verdadero desarrollo económico de Dinamarca arrancó en los setenta y ochenta? No, ni mucho menos. El economista danés Kim Abildgren reconstruyó recientemente la evolución de los salarios reales de Dinamarca entre 1487 y 2013, y los resultados son muy claros: los salarios reales no experimentaron apenas ninguna mejora entre 1487 y 1800 (Dinamarca se mantuvo inmersa en la trampa malthusiana) y, por el contrario, a partir del año 1800 comenzaron a crecer de manera sostenida y muy notable.

Más en particular, los salarios entre 1800 y 1965 (esto es, durante la época en que Dinamarca mantuvo un Estado de tamaño igual o inferior al de Hong Kong o Singapur) se incrementaron a un ritmo medio anual del 2%: exactamente la misma tasa a la que crecieron entre 1965 y 2013. En el propio gráfico se aprecia la inexistencia de cambios de tendencia en el ritmo de expansión de las rentas salariales a partir del año 1800, esto es, a partir del estallido de la Revolución Industrial. O dicho de otra forma: el mega Estado de bienestar y la intensa redistribución de la renta llegaron a Dinamarca cuando esta ya se encontraba desarrollada y no alteraron significativamente el ritmo al que las clases trabajadoras continuaron enriqueciéndose.

Acaso quepa afirmar que, si bien el mega Estado de bienestar no contribuyó a impulsar el crecimiento de las rentas salariales en Dinamarca, al menos sí consiguió que estas se distribuyeran de un modo más igualitario, es decir, que el crecimiento no solo beneficiara a los trabajadores más acaudalados, sino también a los más pobres. Sin embargo, Dinamarca ya venía experimentando desde finales del siglo XIX una reducción continuada del porcentaje de la renta en manos del 10%, 5% y 1% más acaudalado de la sociedad: una persistente caída de la desigualdad que no fue significativamente alterada ni por la emergencia del mega Estado de bienestar ni por la de la fiscalidad salvajemente progresiva sobre la renta.

Por supuesto, uno también puede leer los anteriores resultados desde otra perspectiva bastante más favorable para la socialdemocracia: la implantación de un mega Estado de bienestar y de una fiscalidad salvajemente progresiva a lo largo de los setenta y de los ochenta no supuso un insalvable obstáculo para la mejoría continuada de los salarios de los daneses. Y es que, en efecto, a partir de 1970 no se sufre ningún frenazo en seco del ritmo de incremento de los ingresos salariales.

Ambas lecturas son potencialmente complementarias y nos llevarían a la conclusión de que, una vez garantizadas ciertas instituciones básicas para el desarrollo de la economía de mercado —imperio de la ley, libertad de iniciativa empresarial, no interferencia arbitraria del Estado o apertura comercial a la globalización—, la imposición de un amplio Estado de bienestar racionalizado no perjudica —aunque tampoco beneficia— el desarrollo económico y la reducción de la desigualdad. O expresado en otras palabras: los países nórdicos no son prósperos gracias a su Estado de bienestar, pero tampoco se han visto condenados a la pobreza a causa de él.

A la postre, el Estado de bienestar nórdico no es más que una especie de gran empresa pública que, mejor o peor, proporciona a su población ciertos servicios como la educación, la sanidad, las pensiones o la dependencia, cobrándole a cada ciudadano vía impuestos el coste real de tales servicios. De hecho, en estos países, la redistribución de la renta a lo largo de toda la vida de un individuo (de adulto pago muchos impuestos para costear las transferencias que recibí de joven y las que recibiré de anciano) resulta bastante modesta: en esencia, la mayoría de la sociedad se autopaga los servicios que recibe del Estado.

Pero, en tal caso, el debate pasa a ser el de si resulta preferible que todos esos servicios nos los proporcione un proveedor monopolístico como el Estado o que, en cambio, podamos disfrutar de un amplio menú de ofertas competitivas a las que cada individuo opte en función de sus particulares demandas, valores y necesidades. La socialdemocracia apostará por subyugar a cada individuo a este gigantesco Leviatán público, mientras que el liberalismo promoverá la libertad de cada persona para escoger dónde recibir educación, sanidad, pensiones y dependencia.

Sea como fuere, lo que en todo caso sí deberíamos desterrar radicalmente de nuestras mentes es la paranoia marxistoide de que, sin una intervención profunda del Estado en la economía, las masas trabajadoras habrían sido masivamente depauperadas por una ultraextractiva oligarquía capitalista: incluso en el paradigma nórdico de la socialdemocracia, los salarios reales de la generalidad de los trabajadores crecieron sostenidamente a partir de la Revolución Industrial. Lo fundamental es que las libertades individuales de todas las personas sean defendidas igualitariamente y que, en suma, el Estado no privilegie a ningún grupo de presión particular: pues, en última instancia y a largo plazo, el principal motor para elevar el nivel de vida de las masas es el capitalismo.

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