Me gustaría, sin embargo, llamar la atención sobre uno de ellos, por ser probablemente el de más actualidad y uno de los más importantes para comprender en toda su magnitud la crisis económica que padecemos: la brutal destrucción de capital que el dinero fiduciario ha provocado en los últimos años.
La diferencia económica esencial entre capitalismo y socialismo es el régimen de propiedad privada sobre los factores de producción. La propiedad privada no sólo es importante porque ofrece un marco descentralizado para la toma de decisiones –donde cada individuo o empresa puede probar, acertar y ganar dinero, o probar, equivocarse, perderlo… y rectificar–, sino sobre todo porque esa toma de decisiones no se produce en el vacío y de manera aleatoria, sino que tiene una herramienta básica para prosperar: el cálculo económico.
El cálculo económico no es más que la utilización de los precios de mercado (que surgen de las interacciones voluntarias entre los agentes y sus propiedades) para conocer la rentabilidad de las decisiones que se quieren tomar. Dado que casi todos los bienes de consumo y factores productivos tienen un precio en el mercado, puedo intentar anticipar si mis inversiones me permitirán ganar dinero o si, por el contrario, me arruinarán. Tan sólo tengo que comparar el dinero que necesito gastar en adquirir o contratar trabajadores, máquinas, materias primas, etcétera, con el dinero que espero obtener por las ventas de mi producción.
El resultado que arrojan estas operaciones queda reflejado en la contabilidad de partida doble, esto es, un balance empresarial donde toda modificación en el activo (el valor de todos los medios de que se dispone) tiene su reflejo automático en el pasivo (los derechos que existen sobre esos medios), y viceversa. Si mi activo se incrementa y mis obligaciones no, mis fondos propios aumentarán; si mi activo se reduce y mis obligaciones no, mis fondos propios se reducirán. El empresario, gracias a la contabilidad de partida doble, sabe en todo momento en qué posición se encuentra para poder completar de manera exitosa su proyecto: producir los bienes más valorados por los consumidores de la forma menos costosa.
Goethe calificó la contabilidad de partida doble como "el invento más refinado de la mente humana". El profesor Fekete, por su parte, lo comparó con la brújula de los marineros: hasta su invención, los barcos no podían alejarse mucho de la costa, o en todo caso tenían que orientarse por las estrellas… cuando el cielo fuera lo bastante clemente como para no ocultarlas. Si bien el socialismo equivaldría a tener el cielo siempre nublado, un libre mercado sin empresas que practicasen la contabilidad de partida doble sería el equivalente a unos marineros sin brújula: sus compañías apenas emprenderían proyectos de gran tamaño y arriesgados (no se alejarían de la costa), o se guiarían por señales simples y poco relevantes.
Sin embargo, el éxito de la contabilidad de partida doble y por tanto del capitalismo no depende sólo de que las empresas tengan sus libros actualizados, sino de que los precios y la estructura productiva no estén sometidos a inestabilidad y cambios bruscos. Estas condiciones sólo podrán satisfacerse en un régimen monetario sólido como el del patrón oro: cuando estaba vigente, las variaciones de precios eran menores y los tipos de interés eran muy estables.
Desde el abandono del patrón oro, el dinero fiduciario se ha apropiado de las finanzas mundiales, sometiéndolas a su intrínseca volatilidad. Ni los movimientos bruscos de precios desaparecen ni, sobre todo, se imposibilita que los bancos centrales, en cooperación con los privados, reduzcan de manera artificial los tipos.
El profesor Fekete sostiene que estas rebajas de tipos, como las promovidas por la Reserva Federal desde 2002, equivalen a una destrucción enmascarada del capital de las empresas. ¿La razón? Un entorno de tipos bajos provoca que el crédito crezca por encima del ahorro y que, tal y como demuestra la Escuela Austriaca, se generalicen las malas inversiones. A ningún lector le resultará extraña esa situación: el enorme crecimiento del crédito en España y en Estados Unidos –muy por encima del ahorro de estos países… y de los del resto del mundo– provocó una inversión masiva en vivienda que estaba lejos de satisfacer las necesidades de los consumidores.
Las empresas se adaptaron a un entorno de malas inversiones (por ejemplo, los viviendas necesitaban proveedores de todo tipo, y en torno a las nuevas urbanizaciones comenzaron a crearse negocios que tenían la expectativa de satisfacer esa futura demanda); en realidad, estaban dilapidando su capital. En su balance contable deberían haber registrado una pérdida futura (es decir, provisiones por insolvencia, obsolescencia de demanda, despidos e incremento del valor de liquidación de su deuda), pero lo que hicieron fue anotar pingües ganancias. ¿Resultado? Esas ganancias ficticias les sirvieron para repartir dividendos (phantom dividends) o aumentar gastos.
Imagine que sus ahorros consisten en 50.000 euros en acciones y otros 50.000 en su cuenta corriente, y que con estos últimos espera pagar una deuda de otros 50.000 que le vence en unos meses. En un momento dado, el precio de sus acciones se multiplica por 100, de modo que sus ahorros pasan a estar algo por encima de los cinco millones de euros. Emocionado por su súbito acceso a la condición de nuevo rico, decide darse una vuelta al mundo y gastar sin contemplaciones los 50.000 euros de su cuenta corriente. Total, ¿qué importancia pueden tener 50.000 euros en un patrimonio superior a los cinco millones? ¿Qué más dará la deuda que me vence en unos meses, si puedo saldarla vendiendo unas pocas acciones? Pero ahora imagine que antes de que venza su deuda sus acciones vuelven a caer al precio que las compró y vuelven a valer 50.000 euros. ¿Qué le ha sucedido? Pues que se ha arruinado: unas ganancias potenciales en bolsa le han animado a incurrir en gastos en los que nunca habría incurrido en circunstancias normales.
Lo mismo les sucedió a los bancos: cegados por unos beneficios ficticios que sólo procedían de una laxitud crediticia que tenía que revertirse, ampliaron negocio y repartieron dividendos entre sus accionistas. En lugar de incrementar sus provisiones de manera masiva durante 2004, 2005 y 2006, se dedicaron a darse unas vacaciones alrededor del mundo. Y ahora, cuando la situación se revierte, se dan cuenta de que están quebrados.
Nada de esto habría podido suceder con un patrón oro, o al menos no durante un período tan prolongado de tiempo. Los tipos de interés no pueden mantenerse por mucho tiempo artificialmente bajos, y el valor de los activos de las compañías no queda sesgado al alza.
En la última década de falso crecimiento, Estados Unidos, España y el resto del mundo han padecido un consumo masivo de capital que el sistema contable ha ocultado por la flexibilidad y elasticidad del dinero y del crédito fiduciario. Del mismo modo en que los grandes proyectos arquitectónicos serían inviables si cada día se redefiniera sin previo aviso el significado de la palabra metro, el capitalismo se tambalea cuando se juguetea con su unidad de cuenta, medida de valor de todos los proyectos empresariales. Los gobiernos lo saben, y en ello han estado… y siguen estando.