Es habitual escuchar que el principal problema económico de España es la falta de demanda, es decir, la falta de gasto. Si ésta regresara, también lo haría la inversión, la creación de empleo con salarios crecientes, el consumo, la recaudación fiscal y, en última instancia, la solución a todos nuestros problemas. Las causas de la falta de demanda suelen tasarse en la incertidumbre económica que paraliza cualquier decisión de los agentes y en el muy notable apalancamiento privado que impide que familias y empresas destinen su renta disponible a algo que no sea la amortización de su deuda.
La explicación tiene la ventaja de que encaja con la percepción popular sobre la crisis –como ya no gastamos tanto como antes, la economía ha encallado y se ha ido deteriorando– y, sobre todo, con el repertorio justificativo del intervencionismo estatal –si el problema es la falta de demanda y el sector privado no puede tirar del carro, deberá ser el Estado quien lo haga mediante “planes de estímulo” y gigantescos déficits públicos–. Pero, por intuitiva que pueda parecernos, la explicación es esencialmente falaz y no deja de ser preocupante que, habiendo iniciado nuestro séptimo año de crisis económica, todavía no hayamos desentrañado adecuadamente sus causas.
El problema es de oferta, no de demanda
Si nuestro problema es la falta de gasto, será que en agregado no gastamos tanto como en 2007, momento en el que la economía funcionaba a pleno rendimiento y el desempleo alcanzó mínimos históricos. El problema de gastar al nivel de 2007 es sólo uno: en ese año, 1 de cada 10 euros de nuestros desembolsos procedía de nuestro endeudamiento exterior; a saber, sólo el 90% de lo que gastábamos en España era producido dentro de España, proviniendo el otro 10% de importaciones netas desde el extranjero que quedaban pendientes de pago.
Así pues, España vivía a todo tren porque un 10% de ese tren era financiado por nuestros acreedores extranjeros. El caso no es demasiado distinto al de una persona que se endeuda con el banco durante varios años y, merced a las líneas de crédito obtenidas, vive muy por encima de sus posibilidades: ciertamente, su endeudamiento le permite gastar más, pero su nivel de gasto resulta insostenible.
Regresar al nivel de gasto 2007 implica, pues, regresar a la estructura de gasto de 2007, es decir, al ritmo de endeudamiento (insostenible) de 2007. Sólo habría una excepción para la proposición anterior: si desde 2007 a esta parte, el aparato productivo de nuestra economía (la oferta) hubiese cambiado de tal modo que hoy nos permitiera atender el nivel de gasto de 2007 cubriendo con producción interna no el 90% de ese gasto, sino el 100% (en realidad, más del 100%, pues necesitamos exportar una parte de nuestra producción interna para amortizar nuestra deuda exterior), podríamos gastar al nivel de 2007 sin endeudarnos al ritmo de 2007. Dicho de otro modo, nuestro problema siempre ha sido de oferta: cómo modificar una muy deficiente y burbujística estructura productiva para transformarla en una superavitaria y equilibrada estructura productiva que nos permita fabricar no sólo muchos más bienes que en 2007, sino bienes muy distintos a los de 2007 (no necesitamos más viviendas).
¿Contamos hoy con una estructura productiva capaz de fabricar más y mejores bienes y servicios que los de 2007? Con seis millones de parados, parecería que los sectores económicos que necesitamos todavía no hayan sido creados (pues, si lo estuvieran, los desempleados estarían ya contratados y generando riqueza). Acaso podría pensarse que no lo están por falta de demanda: pero fijémonos que el problema no es que españoles no deseen poseer esa mayor cantidad y calidad de bienes y servicios (todos queremos vivir mejor), sino que no poseemos renta suficiente para adquirirlos. Pero, ¿de dónde procede la renta salvo de la producción? El trabajador cobra un sueldo cuando es contratado para producir y el capitalista cobra dividendos una vez ya se han producido (y vendido) las mercancías.
En otras palabras, salvo cuando nos endeudamos, por necesidad la producción antecede al gasto. Nadie puede disponer de aquello que no ha producido (salvo que se lo dejen prestado, es decir, salvo que se endeude). De ahí que afirmar que nuestro problema es de falta de demanda equivale hoy a afirmar que nuestro problema es de falta de endeudamiento. ¿De verdad el sector público y el privado necesitan de más deuda cuando a duras penas pueden devolver sus titánicos pasivos actuales?
Implicaciones del problema de oferta
El debate sobre si los problemas de España proceden de la inadecuada oferta o de la insuficiente demanda no es en absoluto bizantino. Si el problema fuera de demanda, la solución pasaría por endeudarnos y por gastar más, sin atender demasiado a la composición concreta de la oferta. Si, en cambio, el problema es de oferta, la solución no pasará por endeudarnos todavía más como país, sino por remover los obstáculos que impiden a nuestros empresarios reconfigurar sus planes de negocio y generar nuevas industrias (ésas que permitan aumentar la cantidad y la calidad de los bienes que podemos fabricar internamente): será justamente ese aumento de la oferta el que generará las rentas que permitan aumentar la demanda (las rentas que nos permitan aumentar nuestro gasto sin endeudarnos con el exterior).
¿Cuáles son esos obstáculos? Por un lado, todas aquellas condiciones institucionales que generen incertidumbre sobre la viabilidad a largo plazo de nuestra economía: en esencia, nuestro desequilibrado déficit público que amenaza la solvencia a largo plazo del Estado. Por otro, todas aquellas regulaciones y sobrecostes estatales que impidan conformar, dentro de las condiciones actuales de España, planes de negocio rentables: normativas que bloquean el ajuste del precio de sus factores con su productividad (leyes de salario mínimo y convenios colectivos que inflan artificialmente los costes salariales, intervenciones en el sistema eléctrico que hipertrofian su precio o racionamiento del stock de viviendas a la venta para seguir retrasando el pinchazo definitivo de la burbuja) y gravosos impuestos de todo tipo que minan las ganancias post-mordida estatal.
En suma, necesitamos una economía más segura, más flexible y más libre para superar el shock distorsionador que le supuso la burbuja inmobiliaria y para encontrar su lugar dentro de una economía globalizada que descansa sobre una división del trabajo internacional (dentro de la que se tiene que insertar España, sacando partida de sus ventajas comparativas). No será el gasto indiscriminado y basado en la deuda el que, llevándonos a especializarnos en la producción de cualquier cosa, nos saque de un embrollo en el que, justamente, nos metió el gasto indiscriminado y basado en deuda: al contrario, serán las decisiones racionales, ponderadas, equilibradas y juiciosas a propósito de planes de negocio viables las que nos permitan aumentar sosteniblemente nuestra producción, nuestra riqueza y, al final, nuestra demanda.
Los políticos españoles, así como la inmensa mayoría de economistas de este país, han remado en la dirección contraria entre 2007 y 2013. Por desgracia, nada hace sospechar que vayan a cambiar de perspectiva a partir de 2014.