Y Kavanaugh ya es juez del Supremo, donde los magistrados originalistas ya son mayoría.
Primero, que a ver cuándo te echas novia. Luego, que cuándo os casáis. A ver el primer churumbel, que queremos ser abuelos. ¿Y la parejita? Es la presión que no acaba nunca. Y es algo parecido a lo que han hecho los demócratas con la confirmación del juez Kavanaugh: pedir y pedir, para retrasarlo lo más posible, a ver si había suerte y pasaba noviembre y los republicanos perdían la mayoría del Senado. Comenzaron demandando toneladas de documentación, y exigieron más tiempo para recibir más, pese a que tenían ya más papeles sobre el candidato que los que se ofrecieron para los últimos cinco nominados juntos. Y se guardaron las acusaciones de agresión sexual para después de la audiencia, cuando se iba a proceder a la votación. Lo hicieron de la forma más dañina posible, esperando alargar el proceso más allá de las elecciones, ya fuera mediante retrasos o mediante la retirada del candidato y la presentación de otro. Debía ser el resultado lógico. Pero no contaban con la nueva actitud de los republicanos bajo la presidencia de Trump. Ahora no se dejan mangonear.
Así que hicieron lo que pudieron. Alargaron todo lo posible la comparecencia de Kavanaugh y Ford, su denunciante, entre otras cosas para que se publicaran nuevas denuncias que ellos ya conocían, como así fue. Exigieron después una investigación del FBI que podían haber pedido hace meses, cuando supieron del caso. Viendo que ni la mayoría de los americanos ni los senadores republicanos se creían las acusaciones, se centraron en supuestas mentiras del candidato, de ahí que le acusaran de haber negado que bebía mucho pese a que había declarado que en ocasiones bebió de más. Luego protestaron porque había sido insuficiente: había que indagar más. Pero, espoleados por la inesperadísima rebelión de Lindsay Graham, el senador sonriente, amable con sus rivales, fan de los acuerdos bipartidistas y conocido casi exclusivamente por ser el miniyó de McCain, los republicanos han dicho basta.
Habrán leído en la infame prensa española, que se limita a copiar lo que les dictan desde la prensa demócrata norteamericana, que la acusación de Ford era creíble, y seguramente hasta les hayan contado que lo eran las denuncias posteriores. El problema es que no es así. Ronan Farrow y The New Yorker han perdido todo el crédito obtenido con el reportaje sobre Harvey Weinstein publicando como creíble una denuncia sobre una fiesta en Yale hace más de treinta años en la que Kavanaugh se la habría sacado, literalmente, delante de la denunciante, pese a que reconocían no haber podido corroborar absolutamente ningún detalle del relato, incluyendo la presencia del candidato en ninguna fiesta como la relatada. Y cuando llegó la tercera acusación, que lo pintaba como parte de una banda dedicada en el instituto a violar a universitarias que iban a sus fiestas, bueno, digamos que ya no había que preguntarse por qué Ford iba a mentir, porque ya sabíamos que había mujeres más que dispuestas a mentir, por la razón que fuera. La pregunta era si ella mentía.
¿Cuál es la respuesta? Juzguen ustedes. No recordaba detalles básicos que hubieran podido comprobarse para corroborar o desmentir su historia. La defendieron arguyendo que en estos casos es normal no tener un recuerdo claro y nítido. Aceptamos barco. Pero lo que no sucede es que los detalles que sí asegura recordar vayan cambiando a conveniencia, según los anteriores resultan inadecuados para su acusación. El número y sexo de las personas que asistieron a la fiesta y que estuvieron presentes en la habitación han cambiado en cada declaración. Comenzó asegurando durante varias declaraciones que los hechos habían tenido lugar o bien a mediados de los 80 o al final de su adolescencia, fechas que descartaban la culpabilidad de Kavanaugh, para posteriormente colocarlo más temprano, aunque nunca con la precisión que permitiría buscar una coartada. Pero, sobre todo, los detalles de la casa, lo único que dijo que recordaba con claridad: que estaba en las cercanías de un club de campo concreto y el detalle de habitaciones, escaleras y pasillos. Tan segura estaba que hasta ofreció dibujar un plano esquemático. Pero cuando un activista republicano encontró una casa que correspondía a la descripción, propiedad de los padres de un adolescente físicamente muy parecido a Kavanaugh, Ford dijo que no sólo conocía al chico, sino que fueron pareja y que en realidad igual la casa no estaba cerca del club de campo ni era como había dicho. Mientras, los tres testigos que nombró negaron no sólo los hechos sino la existencia de la fiesta. La única mujer de los tres, amiga además de Ford, fue más allá afirmando que ni conocía al juez. Y por una acusación tan firme, coherente y corroborada se supone que Kavanaugh es un depredador sexual y que una larguísima vida profesional y personal intachable debía ser tirada a la basura.
Tardaremos años en ser conscientes del efecto a largo plazo que han tenido estas tres semanas, como tampoco fueron inmediatas las consecuencias de las acusaciones contra Bork y Thomas durante sus confirmaciones. A corto plazo, parece que las encuestas confirman que se ha equilibrado el nivel de entusiasmo ante las elecciones parciales de noviembre, donde los demócratas esperaban recuperar el Congreso y el Senado, un objetivo que hoy parece mucho más difícil. No es buena idea cabrear a un colectivo apático cuando cuentas con que no levanten su gordo culo del sillón para ir a votar. También han conseguido limar diferencias y unificar a todo el Partido Republicano bajo Trump. Porque con todo lo malo, el presidente siempre ha entendido qué era lo que había enfrente y cómo combatirlo; los demócratas acaban de recordárselo a quien lo había olvidado.
Pero también puede haber supuesto el último clavo en el ataúd de esa idea del Senado norteamericano como un órgano colegiado en el que forjar consensos, alejado del sectarismo y en el que no es determinante la pertenencia a uno u otro partido. Quedaban unos pocos idealistas en el Partido Republicano que, juzgando, como debe hacerse, por lo que hacen y no por lo que dicen, aún se lo creían. Uno de ellos era Lindsey Graham. Y sus palabras contra el «infierno» que han hecho vivir a Kavanaugh, sus disculpas por haber sido amigo de las personas que han dirigido esta «farsa sin ética», serán un momento que se recordará durante décadas, al nivel del «¿no tiene usted decencia, señor?» dirigido a McCarthy durante la caza de brujas. Por más que añoremos el Senado de los años 70 y anteriores, demócratas como Ted Kennedy ya lo habían destruido. Comportarse como si siguiera existiendo no era más que el equivalente a batirse a espada con la mano zurda cuando eres diestro.
Y Kavanaugh ya es juez del Supremo, donde los magistrados originalistas, que juzgan según lo que dicen la Constitución y las leyes y no lo que querrían que dijeran, ya son mayoría. El objetivo principal de la Federalist Society, fundada en 1982 con el objetivo explícito de acunar y promocionar jueces con esa visión del Derecho, la única a mi juicio compatible con una democracia liberal pero completamente ausente del Tribunal Supremo entonces, ya se ha cumplido. Durante los próximos años, quizá décadas, la izquierda no podrá volver a usarlo como un poder legislativo a cuyos integrantes nadie vota y cuyos puestos son vitalicios. Los efectos de este cambio no se verán mañana ni pasado, pero serán profundos y se harán notar. Lo sabrán cuando la prensa española se tire de los pelos por alguna decisión «retrógrada», copiando hasta en los signos de puntuación lo que digan el Washington Post y el New York Times.