Todo por ser un súbdito ideológico de la banda de los Kirchner: a saber, por no coger el toro por los cuernos y recortar el gasto.
La Argentina con la que se encontró Mauricio Macri cuando llegó a la presidencia del país en diciembre de 2015 cargaba con un déficit público del 5,8% del PIB que no podía financiarse emitiendo deuda en los mercados internacionales —por el descrédito de los Kirchner y del ‘default’ de 2001— y que, en su ausencia, se estaba sufragando monetizándolo a través del Banco Central de la República Argentina. ¿Y qué sucede cuando en el mercado no existe demanda de un activo (en este caso, el peso argentino) e incrementamos sustancialmente su oferta? Pues que ese activo pierde valor: internamente, la pérdida de valor del peso se estaba materializando en una inflación galopante (del 30% en 2015), y externamente debería haberse expresado en forma de fuerte depreciación del peso.
Sin embargo, el Gobierno de Kirchner había instaurado desde 2011 el llamado ‘cepo cambiario’, es decir, la restricción a la compra de dólares por parte de los ciudadanos (en concreto, restricción a 2.000 dólares mensuales por residente). El propósito del cepo era, justamente, el de apresar a los argentinos en el peso inflacionista: impedirles escapar (al dólar) de una moneda que el Gobierno está inflando para financiar sus déficits. O dicho de otro modo: en lugar de sufragar el exceso de gasto público emitiendo deuda en los mercados globales, los Kirchner recurrieron a parasitar al conjunto de la población con el revolucionarioimpuesto de la inflación.
A la postre, si Argentina lograba financiar su déficit público en los mercados internacionales, ya no resultaría necesario monetizarlo a través del banco central, y si se generalizaban las expectativas de que no habría más monetizaciones del déficit, las tensiones inflacionistas y depreciadoras cesarían. En consecuencia, el cepo cambiario podría eliminarse, la entrada de capitales podría normalizarse, el crecimiento regresaría con fuerza y los ingresos fiscales aumentarían… hasta el punto de corregir el déficit sin recortar el gasto.
Así, de hecho, trató de hacerlo Macri: nada más llegar al poder, en diciembre de 2015, levantó el cepo cambiario; pocos meses después, en abril de 2016, pagó a los acreedores internacionales que todavía se resistían a aceptar el repudio soberano de deuda de 2001, y ese mismo mes, volvió a emitir deuda en los mercados internacionales (40.000 millones de dólares a un interés del 6,75%) tras 15 años de exclusión.
El plan parecía marchar estupendamente, salvo por dos problemas: uno interno y otro externo. El interno es que Macri ha fracasado absolutamente en su intento de corregir el déficit: en 2017, el desequilibrio de las cuentas públicas argentinas alcanzó el 6,5% del PIB —por encima del registrado durante el último año de Kirchner— debido a sus nulos recortes de gasto. El externo es que los tipos de interés de la deuda estadounidense han comenzado a aumentar, de modo que los inversores globales ya no ven la deuda argentina como un activo tan interesante (según la rentabilidad-riesgo) en el que depositar su capital… salvo que comience a abonar tipos de interés que abocarían las finanzas públicas a la total insostenibilidad.
¿Resultado? Si el déficit público no se corrige internamente y, a su vez, va a salir más caro financiarlo externamente, no cabe esperar que la monetización masiva de esos déficits vaya a remitir y, por tanto, tampoco cabe esperar que las expectativas inflacionistas reviertan. En un contexto macroeconómico en el que, además, ya no existe cepo cambiario, eso se traduce en una huida generalizada del peso hacia el dólar, lo que explica la fuerte depreciación (de un 20%) que ha sufrido la divisa argentina desde comienzos de año.
Llegados a este punto, sólo había cuatro alternativas internas: o un fuerte plan de ajuste que tratara de recuperar la credibilidad del gobierno y frenara la sangría de capitales; o restablecimiento del cepo; o “defensa” el valor del peso liquidando las reservas en dólares del banco central; o elevación de los tipos de interés para tratar de retener a los capitales salientes. Durante unos días, se intentó emplear la tercera de estas opciones, pero Macrifracasó estrepitosamente después de malvender más de 7.000 millones de dólares. Al poco, se probó la cuarta opción y el banco central elevó los tipos hasta el 40%. Pero ni con esas consiguió contener la fuga y la depreciación del peso. Así que Macri, opuesto simultáneamente a recortar el gasto y a restablecer el cepo, sólo poseía una alternativa externa: recurrir al FMI.
El FMI es una burocracia global nutrida con el dinero de los contribuyentes de sus miembros y que se dedica a malversar tales fondos para prestárselos a gobiernos manirrotos e insolventes a los que ningún otro inversor privado quiere prestar. La idea de pedirle un crédito ‘blando’ al FMI es, claro, la de comprar tiempo: repetir en Argentina la operación de Rajoy con el BCE en España. A saber, acudir a un prestamista (público) de última instancia que ayude a frenar la depreciación del peso y la escalada de tipos de interés sin necesidad de meterle tanto la tijera al presupuesto: y, a partir de ahí, rezar para que durante los siguientes años de estabilidad financiera la economía vuelva a crecer y el déficit vaya desapareciendo por el lado de los ingresos.
El problema es que ni Argentina es España (nosotros estamos dentro de una de las zonas comerciales más ricas del planeta), ni el FMI es el BCE (el cual nos prestó casi sin contrapartidas). Por eso, la operación que funcionó aquí es probable que fracase —como ya lo ha hecho en muchas otras ocasiones— allí. Todo, claro, por ser un súbdito ideológico de la banda de los Kirchner: a saber, por no coger el toro por los cuernos y recortar el gasto. Como Rajoy con Zapatero, pero sin Draghi.