La operación para destruir la Asamblea Nacional comenzó tras la derrota electoral de diciembre de 2015.
Maduro rectificó. La fiscal general del país, Luisa Ortega Díaz, le facilitó el cambio en bandeja de plata. Seguramente fue pactado. Primero, Nicolás Maduro había eliminado cualquier vestigio de democracia en Venezuela. Sus sicarios en el Tribunal Supremo de Justicia se encargaron de asumir las funciones de la Asamblea Nacional. Era la última maniobra. Continuarían la dictadura, pero sin tapujos y con mano aún más dura. El camino quedaba libre para acusar a los diputados de traición a la patria. O de lo que se les ocurriera.
No pudieron. La resistencia nacional e internacional fue demasiado intensa. Los diputados y los estudiantes se echaron a la calle a protestar. El paso dado era demasiado descarado. Luis Almagro armó rápidamente el frente de la OEA, mientras PPK, en Perú, prácticamente rompía relaciones, y los aliados de Maduro –Leonel Fernández, Rodríguez Zapatero y Martín Torrijos– le advirtieron de que no podían acompañarlo en este nuevo espasmo totalitario.
La operación para destruir la Asamblea Nacional comenzó tras la derrota electoral de diciembre de 2015. Era la versión venezolana de la piñata nicaragüense. Fue entonces, en las pocas semanas que faltaban para que el nuevo Parlamento comenzara a operar, cuando, a toda máquina, reformaron la composición de la cúpula del Poder Judicial, pisoteando la Constitución y preparándose para gobernar a palo y tentetieso cuando fuera necesario.
¿Y qué piensa Raúl Castro de todo esto? Debe de preocuparle. Al fin y al cabo, la cabeza del Socialismo del Siglo XXI está en La Habana. Nicolás Maduro es sólo un títere (mal) formado en los cursillos de marxismo-leninismo de la Escuela de Cuadros del Partido Comunista de Cuba, sugerido por Fidel Castro a Hugo Chávez.
Maduro les parecía a los servicios cubanos un bruto noble y dócil que hablaba con los pajaritos, mucho menos corrupto y más manejable, por ejemplo, que Adán Chávez, el hermano del fallecido teniente coronel. No era perfecto, pero, entre los venezolanos disponibles, era el más útil para «los cubanos», precisamente por sus debilidades.
¿Y qué va a pasar ahora? No demasiado, a menos que los Estados Unidos abandone la ridícula actitud de «Venezuela no es un peligro, sino una molestia», adoptada desde el gobierno de George W. Bush y luego continuada por Barack Obama.
El Gobierno de Venezuela, aunque caótico y desorganizado, sí es un peligro para la seguridad de Estados Unidos por sus vinculaciones con los terroristas islámicos y por sus lazos militares con Irán y Hezbolá. No tiene ojivas nucleares, pero posee otros medios de perjudicar severamente a su archienemigo.
Es un peligro por sus nexos con el narcotráfico y por la utilización de una parte de sus generales en este comercio asesino. Es un peligro por su militante antiyanquismo, siempre a la caza de nuevas conquistas, y por ser una de las naciones más corruptas del planeta.
¿De qué le sirve al Departamento del Tesoro de Washington perseguir por corrupción a los jerarcas internacionales del fútbol, o a una docena de banqueros por blanqueo de capitales procedentes de la droga, como señala la DEA, si Venezuela es un narcoestado impunemente dedicado a todos esos menesteres, mientras asiste sin recato a las narcoguerrillas colombianas?
Por último, el Gobierno de Venezuela pone en peligro a su propia población, deliberadamente hambreada, mientras el país se aproxima a una terrible catástrofe humanitaria, por una combinación letal entre el pésimo gobierno y la corrupción. ¿No habíamos quedado en que existía «el deber de proteger» a las víctimas de estos horrores políticos?
Estados Unidos es la única nación de las Américas que posee la visión estratégica, los recursos, el peso material y el sentido de la responsabilidad que se requiere para defenderse de sus enemigos y formular una «hoja de ruta», como ahora se dice, consagrada a cambiar un régimen que le perjudica intensamente y emponzoña la atmósfera en toda América Latina.
Tal vez no sea inteligente que Estados Unidos elimine las compras de petróleo a Venezuela –la única fuente de cash que ingresa el país–, pero sí sería factible abonar el producto de esas transacciones a una cuenta scrow, hasta que la Asamblea Nacional certifique que el comportamiento de Maduro se adapta a las normas constitucionales. Sería una irresponsabilidad alimentar a un Gobierno ilegítimo que usurpa funciones que no le corresponden.
No es verdad que la Guerra Fría terminó totalmente. Desapareció la URSS y con ella se evaporaron los regímenes comunistas de Europa Oriental, pero Estados Unidos continúa teniendo enemigos tenaces decididos a combatir al país por todos los medios. Si Washington desea continuar siendo la cabeza del mundo libre, no puede evadirse del tema venezolano. Tiene que dar un paso al frente y liderar el continente. Nadie más puede o sabe hacer esa tarea.