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Malditas pensiones privadas

Publicado en Libertad Digital

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Cuando el nivel de la presión fiscal alcanza un determinado umbral, resulta complicado ganar el consenso de los ciudadanos alegando que se les quitará aún más dinero.

El pensamiento único arremete con que tenemos un grave problema con las pensiones. Pero son las privadas.

Nos habla Pere Rusiñol de «la gran crisis de las pensiones privadas». Aparte del consabido argumento conspiranoico sobre «los lobistas de las pensiones privadas», presenta ideas cuestionables. Una es que el sistema privado está «en entredicho» por los bajos tipos de interés, y porque «los planes privados están expuestos a los vaivenes de los mercados: los ahorros de toda una vida pueden esfumarse por una mala inversión». Esto no encaja con la lógica de los planes privados, que precisamente abordan ambas objeciones: en primer lugar, son productos de ahorro a largo plazo, que evitan justamente los vaivenes de los mercados a corto, y se fundan en la diversificación, para evitar que una mala inversión arruine todo el fondo.

Asimismo, repite otra idea extraña: «Los economistas críticos advierten de que los peligros que acechan a los modelos públicos por el envejecimiento de las sociedades afectan igual a los modelos de capitalización, que tienen compromisos de pago inasumibles». Las pensiones privadas son de capitalización individual, con lo que no están afectadas por la demografía y no tienen más compromisos de pago que la rentabilidad de la inversión a largo plazo.

Por fin, está la consabida crítica al modelo chileno, «impuesto por Augusto Pinochet», como si la democracia chilena no lo hubiese mantenido hasta ahora. Es cierto que hay actualmente «manifestaciones masivas» en contra, pero eso obedece más a la lógica política de la izquierda chilena, más radicalizada en tiempos recientes, que al mal funcionamiento del sistema privado.

En una línea parecida, pero incluso más absurda, reflexiona Andreu Missé sobre lo que llama el «falso debate» de las pensiones. Es falso porque según él no hay un problema demográfico sino económico, porque las pensiones son bajas porque el sistema público no tiene ingresos suficientes. Por lo tanto, hay que aumentar los ingresos y ya está. «No hay ninguna razón que justifique que la sanidad y la educación se financien con impuestos y las pensiones por la vía de las cotizaciones sociales». Aquí la sociedad determina las pensiones que desea, y después las autoridades buscan la financiación, mediante cotizaciones y también mediante impuestos. Missé coincide con Rusiñol en el habitual espantajo izquierdista sobre las campañas de bancos y aseguradoras en pro de las pensiones privadas, pero añade:

La verdad es que los planes privados tienen mucha más incertidumbre que las pensiones públicas, cuya gestión y cuantía puede ser decidida y modulada por los ciudadanos a través del Gobierno.

Esta extendida argumentación hilvana una serie de falacias, empezando por la equiparación de las pensiones privadas con las públicas, que en realidad no son pensiones, y por la identificación del Estado con una empresa, una mutua o una cooperativa, cuyos integrantes pueden acordar colectivamente los ingresos y las prestaciones de sus respectivos servicios.

El Estado es un ente mucho más complejo, precisamente porque es el único que puede redistribuir coactivamente: en principio todos los bienes de sus súbditos están a su disposición, y puede usurparlos masivamente, con una legitimidad reforzada mediante la generalización de la democracia. Sin embargo, hay algo que no puede hacer: no puede evitar que sus campañas redistributivas neutralicen totalmente el juicio adverso de sus súbditos. De ahí el error de Missé, que simplifica el asunto hablando de que los ciudadanos «a través del Gobierno» deciden y modulan todo, incluidas las pensiones. No es así.

Es verdad que el Estado dedica ingentes recursos a la intoxicación y la propaganda, con la inapreciable ayuda de políticos, sindicalistas, intelectuales y periodistas. Pero cuando el nivel de la presión fiscal alcanza un determinado umbral, puede resultarle complicado ganar el consenso de los ciudadanos alegando que les quitará aún más dinero, por su bien. Esa es la tensión fundamental de la política, que el pensamiento convencional, dentro y fuera del mundo académico, rara vez osa abordar.

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