Pedro Sánchez ya ha escogido a su nueva ministra de Hacienda: será María Jesús Montero, la actual consejera del ramo en Andalucía. La elección del líder socialista es enormemente reveladora de cuáles son sus intenciones para esta cartera, al menos en dos direcciones.
Por un lado, el nombramiento de Montero nos indica cuál es el modelo tributario de Sánchez para España: el infierno fiscal andaluz. No es que dentro de nuestro país exista una gran variedad de estructuras impositivas, pero, entre la escasa variedad existente, Andalucía sobresale como una de las peores (en especial, cuando la política impositiva era decidida unilateralmente por Montero, esto es, antes de la tutela parlamentaria de Ciudadanos y de las fuertes manifestaciones de contribuyentes enojados): tipo marginal máximo del IRPF en el 48% (pero que llegó a estar en el 56%), impuesto de transmisiones patrimoniales del 10% y una fiscalidad sobre el patrimonio que, hasta muy recientemente, se ubicaba entre las más agresivas y radicales de España.
Por otro, la elección también nos informa acerca de cuál va a ser el modelo de financiación autonómica impulsado por Sánchez: el jacobinismo fiscal. A la postre, María Jesús Montero, desde su consejería, ha defendido con uñas y dientes un sistema de financiación autonómica basado en una fortísima redistribución interterritorial y en la abolición de cualquier atisbo de competencia impositiva entre administraciones regionales.
En cuanto a lo primero, la nueva ministra de Hacienda considera que el nivel de financiación de cada Gobierno autonómico no ha de depender de los impuestos que abonen sus ciudadanos (de la ‘capacidad fiscal’ de esa autonomía) sino de sus necesidades de servicios públicos (de la ‘suficiencia’ del gasto y de la ‘equidad’ entre regiones). O dicho de otra manera, una Administración autonómica no ha de prestar a sus ciudadanos mejores servicios públicos que otra, aun cuando los ciudadanos paguen muchísimos más impuestos; asimismo, ninguna autonomía ha de poder bajar los impuestos a sus contribuyentes mientras haya ciudadanos en otras autonomías que sean ‘merecedores’ de un mayor gasto público.
Por supuesto, determinar cuáles son las necesidades de gasto públicoen sanidad, educación o dependencia entre los ciudadanos de una autonomía constituye una cuestión abiertamente subjetiva, dado que cualquier volumen destinado a tales partidas podría incrementarse todavía más (¡sobre todo cuando el que paga es otro distinto del que lo recibe!). Al final, estas sumas terminan siendo especificadas dentro de una negociación política arbitraria (y muchas veces motivada por intereses espurios, del todo alejados del vaporoso ‘interés general’).
Tan es así que la Consejería de Hacienda andaluza, bajo las directrices de Montero, apostó por vincular al PIB la evolución del gasto en servicios públicos esenciales, esto es, garantizar que cada autonomía destine, como mínimo, un determinado porcentaje de su PIB a determinadas partidas de gasto público. Nótese el perverso sistema de incentivos así creado: por mucho que una Administración pudiera aumentar la eficiencia dentro de un servicio público —permitiendo así ahorrarse parte de sus desembolsos—, seguirá recibiendo un mismo volumen mínimo de recursos. En tal caso, el propósito de la burocracia deja de ser prestar un buen servicio al menor coste posible, sino maximizar el gasto.
En cuanto a lo segundo, Montero dejó por escrito durante sus tiempos como consejera que “la armonización fiscal es una condición necesaria para que cualquier sistema de financiación autonómico funcione de manera eficiente y equitativa”. En otras palabras, se repudia cualquier tipo de rivalidad entre administraciones dirigida a aliviar la losa tributaria que pesa sobre los ciudadanos y, como alternativa, se propone cartelizar a las distintas autonomías para maximizar el saqueo a los contribuyentes. No en vano, las administraciones que, por mero instinto de supervivencia, se oponen más a la competencia fiscal son aquellas que aspiran a elevar con mayor saña los impuestos a sus contribuyentes: sueñan con eliminar cualquier válvula de escape a su inclemente rapiña.
Así pues, la nueva ministra de Hacienda apuesta por mucha menos autonomía fiscal y por mucha más redistribución interterritorial. ¿Con qué propósito? Claramente, con el de trasvasar recursos desde los contribuyentes que residen en Madrid, Cataluña o Baleares (y también en País Vasco y Navarra, dado que es partidaria de meterle mano al cálculo del cupo) hacia las burocracias extractivas de Extremadura, Castilla-La Mancha y, sobre todo, Andalucía.
Tan es así que, a pesar de que la Junta de Andalucía ya recibe actualmente una transferencia neta de 7.700 millones de euros del resto de España (una media de 915 euros por andaluz), Montero reclamaba recientemente otros 4.000 millones de euros más para su región. ¿Y quién debería abonarlos, según la nueva ministra de Hacienda? No los propios ciudadanos andaluces, sino los contribuyentes de regiones ricas, esto es, de Madrid, Cataluña o Baleares (más País Vasco y Navarra).
En definitiva, todo apunta a que Sánchez quiere importar al conjunto de España el modelo de administración clientelar y parasitaria que Montero ha consolidado en Andalucía durante el último lustro. Y, además, quiere hacerlo sin habilitar ninguna vía de salida: centralización tributaria para que nadie pueda huir de su infierno fiscal.