Una de las más recientes intervenciones de Íñigo Errejón desde la tribuna del Congreso de los Diputados se ha hecho viral: «Cuando yo miro un iPhone, lo que en realidad veo es la perfecta demostración de que la única posibilidad de tener un desarrollo industrial es con un rol central de un Estado emprendedor del que luego se aprovechan y con el que luego colaboran muchas empresas privadas». La proclama de Errejón reproduce, en esencia, la tesis de la economista Mariana Mazzucato en su libro ‘El Estado emprendedor’: el iPhone no es obra de Steve Jobs (en realidad, de Apple) sino del Estado estadounidense. ¿Y por qué? Pues porque las tecnologías más importantes que fueron ensambladas en el iPhone surgieron merced a su promoción pública. Por consiguiente, fue el Estado quien, en última instancia, creó el iPhone.
La tesis de Mazzucato, amplificada por Errejón en el Congreso, tiene dos problemas fundamentales. El primero es confundir condiciones superfluas o redundantes con condiciones necesarias (falacia ‘post hoc ergo propter hoc’) y el segundo es confundir condiciones necesarias con condiciones suficientes (falacia de causa compleja).
Primero, que el Estado haya tenido participación directa (como financiador) o indirecta (como contratista) de muchas de las tecnologías posteriormente incorporadas en el iPhone no equivale a decir que, sin esa participación, tales tecnologías no se habrían desarrollado en ningún caso. A la postre, el impulso estatal puede ser superfluo, redundante, acelerador o necesario: y solo si se demostrara que ese impulso fue necesario para el desarrollo tecnológico del iPhone, la tesis de Mazzucato tendría cierto sentido. Si la participación estatal fue superflua o redundante, no influyó en nada; y si se limitó a acelerar, acaso pudiera haber tenido efectos positivos, pero el iPhone igualmente habría terminado desarrollándose (más tarde, pero lo habría hecho).
A este respecto, un argumento genérico que suele ofrecerse para exponer que la participación estatal sí tuvo que ser indispensable es el de que el sector privado no posee ningún incentivo para invertir en ciencia básica, de modo que esa actividad solo puede desempeñarla el Estado. Pero esa crítica genérica es inexacta: a día de hoy, la Administración pública estadounidense financia el 44,9% de la ciencia básica del país, mientras que el sector privado (empresas y fundaciones) sufraga el 41,7% (el otro 13,3% lo desarrollan universidades públicas y privadas). Por tanto, no es autoevidente que la ciencia básica subyacente al iPhone no pudiera haber sido generada por el sector privado sin concurso del público: para ello, habrá que analizar caso a caso cada una de las tecnologías implicadas.
Y, si lo hacemos, la tesis de Mazzucato no sale especialmente bien parada. Tal como explica un detallado informe del Instituto Juan de Mariana, la inmensa mayoría de intervenciones estatales en las tecnologías reseñadas por Mazzucato fueron o superfluas o redundantes. Por ejemplo, antes de su salida a bolsa en 1980, el Continental Illinois Venture Corp inyectó medio millón de dólares en Apple procedentes de fondos federales para el apoyo a pequeñas empresas: pero es que, antes de esa transferencia pública, Apple ya tenía un valor estimado de tres millones de dólares, de modo que es improbable que no hubiese podido lograr esos mismos fondos de otras fuentes inversoras. Por tanto, en este caso, se trataría de una intervención superflua.
A su vez, la mayoría de tecnologías que menciona Errejón como ejemplos de desarrollo público eran tecnologías que antes, durante o después fueron desarrolladas por el sector privado sin necesidad de auxilio público: las pantallas ‘multitouch’ se atribuyen al apoyo que la National Science Foundation proporcionó a Elias y Westerman, pero previamente ya se había creado tecnología ‘multitouch’ en otras partes, como Bell Labs; las baterías de litio ya habían sido impulsadas por John G. Goodenough antes de que apostara por ellas el Departamento de Energía y más tarde fueron explotadas comercialmente por Sony (a día de hoy, EEUU no es líder mundial en baterías de litio, sino Japón y Corea); Peter Brody, en Westinghouse, recibió fondos para la investigación de la pantalla LCD, pero antes de esa intervención las pantallas LCD-TFT ya habían sido inventadas por Bernard J. Lechner, en la Radio Corporation of America, y su generalización industrial no tuvo que ver con las ayudas estatales (e, igualmente, EEUU no lidera hoy la producción mundial de estas pantallas, sino Japón y Corea), etc. En estos casos, pues, lo más probable es que estemos ante participaciones públicas redundantes.
De hecho, de todas las tecnologías del iPhone, una de las pocas en las que la participación estatal sí fue inicialmente determinante (aunque tampoco puede descartarse que, sin intervención estatal, se hubiese desarrollado de un modo más tardío) fue el GPS, el cual tuvo durante años un propósito ‘exclusivamente’ militar. Aplicando la lógica ideologizada de Errejón, acaso deberíamos decir que “cuando yo miro un iPhone, lo que en realidad veo es la perfecta demostración de que la única posibilidad de tener un desarrollo industrial es con un rol central de un Estado militarista del que luego se aprovechan y con el que luego colaboran muchas empresas privadas”. ¿Por qué no es ese el mensaje que nos envía el líder de Más País? ¿Acaso ese relato no encaja demasiado bien en sus pre-juicios ideológicos?
Pero, en segundo lugar, aun cuando llegáramos a la conclusión de que la participación estatal no fue ni superflua, ni redundante ni tan solo aceleradora, sino imprescindible para la promoción de algunas tecnologías consustanciales al iPhone, ni siquiera en ese caso, podríamos atribuirle la paternidad del iPhone al Estado. Pretender dar ese salto lógico es confundir una condición necesaria con una condición suficiente.
Y es que solo con las tecnologías anteriores no habríamos tenido un iPhone. El iPhone es el resultado de ensamblar acertadamente esas tecnologías en un mismo producto al que se le añade un diseño, una usabilidad y un ‘software’ diferenciador. No en vano, si Apple pudo aprovecharse de todas esas tecnologías por el hecho de ser ‘públicas’, ¿por qué ninguna otra compañía las usó entonces o ahora para desarrollar el iPhone (un ‘smartphone’ análogo al iPhone) por su cuenta? ¿Por qué los iPhones no se han convertido en una ‘commodity’ más dentro de un mercado de competencia perfecta? Pues porque el iPhone no son solo esas tecnologías, por mucho que estas pudieran resultar necesarias para su creación (al igual que la imprenta es necesaria para el éxito editorial de ‘Harry Potter’ y sería absurdo decir que Gutenberg es el padre de ‘Harry Potter’). El iPhone es lo que Apple, y solo Apple, ha incorporado a esas tecnologías. Por eso no es correcto decir que la compañía de Cupertino se ha apropiado del valor generado por esas tecnologías (como J. K. Rowling no se ha apropiado del valor generado por Gutenberg): se ha apropiado del valor ‘añadido’ a esas tecnologías, un valor añadido que, como decimos, ninguna otra empresa ha podido emular en las mismas condiciones que Apple pese a tener acceso a esas mismas tecnologías.
En suma: no, el Estado emprendedor de Mazzucato no creó el iPhone. Su intervención no fue probablemente una condición necesaria para su surgimiento y, desde luego, no fue una condición suficiente.