El debate sobre Google Print se ha vuelto a poner en el tapete por la paralización por parte de Google de la digitalización de obras protegidas por copyright y por la publicación de un artículo de Darío Villanueva tan socialista que parece europeo, más concretamente de la rama gabacha. El catedrático de Literatura asegura que prefiere un esfuerzo europeo estatal que cree verdaderas bibliotecas virtuales que ofrezcan un valor añadido en lugar de meros repositorios de libros, quizá sin darse cuenta de que la facilidad de uso y accesibilidad de un buscador de libros como Google supera a cualquiera de las patéticas prestaciones que se ofrecen en un proyecto pionero de los que le gustan, como es Cervantes Virtual.
En definitiva, estamos ante un ejemplo más de la lucha entre iniciativa privada y pública, entre liberalismo y socialismo, entre libertad y coacción. No apoyo el proyecto de Google porque sea bueno, que lo es, lo apoyo porque si es malo y no lo utiliza nadie sus creadores pagarán por haberse equivocado. Tampoco me opongo a Cervantes Virtual porque sea malo, que lo es, me opongo porque el fracaso de semejante bodrio innavegable lo pago yo y no sus creadores.
Por supuesto, en este caso como en otros es difícil separar el debate sobre derechos del de la utilidad. Milton Friedman explicó el problema en términos utilitaristas con una sencillez pasmosa. Existen cuatro posibles modalidades de gasto teniendo en cuenta dos parámetros: el origen del dinero y el destino de los fondos. Cuando el dinero lo gastamos nosotros en nosotros mismos es cuando normalmente está mejor empleado: no tiramos el dinero adquiriendo cosas inservibles y cuidamos muy mucho de gastar más de lo necesario. En cambio, cuando el dinero es nuestro y el destinatario es otro, aunque cuidemos la cantidad, no vigilamos tanto el valor real de aquello que compramos. Cuántos regalos nos habrán hecho y hemos pensado: “si no fuera porque es la intención lo que cuenta, lo tiraría mañana a la basura”. Es más, cuántos regalos hemos hecho pensando: “ahora el pobre lo tendrá que poner en la repisa cuando venga de visita”.
Las dos posibilidades que nos quedan son fáciles de deducir tras ver las dos primeras, pero les ahorraré el trabajo que les veo vagos con la modorra agosteña. Si el dinero no es nuestro pero invertimos en nosotros mismos tendremos cuidado en el buen destino de los fondos, pero no nos preocupará gastar mucho ni poco. ¿Qué más da? Si la empresa tiene a bien pagarme un hotel de cinco estrellas, no me voy a quejar. Eso sí, si fuese mi dinero, iría a uno más cutre, como hacemos los menos potentados en nuestras vacaciones. Por último, el desastre total tiene lugar cuando ni el dinero es nuestro ni lo vamos a invertir en nosotros mismos. En ese caso, da lo mismo cuanto gastemos y, encima, da lo mismo que sea invertido en algo útil.
El proyecto de Google es un ejemplo de la segunda posibilidad y las bibliotecas virtuales estatales del cuarto. Ambos incorporan un elemento de vigilancia extra: el mercado y la democracia. Sin embargo, mientras el mercado supone una vigilancia continua y personalizada, en el que la indiferencia supone un fracaso, la democracia es una vigilancia retardada y en pack, en el que la indiferencia permite eludir el fracaso. No hace falta ser un genio para ver cuál funcionará mejor, aspectos éticos aparte. El caso es que yo uso ya el ingenio de Google y no la biblioteca estatal española. Y es que el Estado mata la cultura.