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Michael Moore, sic(k)ofante

Publicado en Libertad Digital

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Busca la empatía facilona del espectador presentando abundantes anécdotas calamitosas (cánceres, accidentes, amputaciones de miembros) de clientes que se sienten maltratados o estafados por las aseguradoras privadas. Pero no muestra a ninguno de los cientos de millones de clientes satisfechos, y tampoco ofrece datos estadísticos significativos respecto a los precios y la calidad de los servicios. Le parece mal que los individuos tengan que preocuparse por contratar seguros médicos: mejor que Papá Estado se encargue de todo y solucione mágicamente los problemas, sin importar el coste.

Presenta a personas sin seguro médico que afirman tener miedo de que les suceda algo malo, pero no les recomienda que contraten uno, ni se ofrece a ayudarles a pagarlo si es que no pueden. Un matrimonio mayor tiene que enfrentarse a grandes pagos no cubiertos por su seguro (suelen tener límites respecto a los tratamientos, los medicamentos o los costes), por lo cual quedan arruinados y tienen que mudarse a vivir con su hija: declaran llorosos que creían que en su país no se permitiría algo así. Tal vez deberían haber pagado antes más dinero por un seguro con mejor cobertura; ahora que descubren que han tenido mala suerte, protestan porque el sistema no les ayuda de forma automática: es fácil culpar a los demás en lugar de reconocer los propios errores.

Una viuda se queja, sin ofrecer prueba alguna, de que su marido no fue tratado a tiempo porque era negro. Una mujer lleva su hija a un hospital no aprobado por el seguro y la niña fallece por el retraso. No se entera de lo que ha contratado, pero exige a los demás que satisfagan sus necesidades según sus condiciones. Una paciente es expulsada de un hospital porque no puede pagar: parece espantoso, pero quien quiera practicar la caridad puede ayudar a los demás y asumir sus facturas, en lugar de pretender que lo hagan otros a la fuerza.

Las aseguradoras no son hermanitas de la caridad, sino empresas con accionistas que buscan ganar dinero proporcionando un servicio a consumidores potenciales en un mercado relativamente libre y competitivo. Por principios actuariales, rechazan a gente con ciertas enfermedades o probabilidades de ocasionar grandes costes. Una trabajadora encargada de tramitar solicitudes llora porque sabe que algunas serán rechazadas; un médico reconoce arrepentido que negó a un paciente una operación que le habría salvado la vida porque ahorró muchísimo dinero a la compañía (y él también ganó mucho dinero haciéndolo).

Los contratos de seguros médicos pueden ser bastante complejos, y las aseguradoras buscan posibilidades de exclusión de responsabilidad para no tener que compensar los gastos que reclaman algunos clientes. Puede parecer inhumano, pero los contratos tienen cláusulas para cumplirlas, para aclarar a qué se compromete cada parte, y ambas pueden disputar su interpretación. Si un cliente no queda satisfecho, puede reclamar ante los tribunales o exponer públicamente su caso, para que otras personas conozcan la reputación de la compañía. Pero los individuos a veces también hacen trampas e intentan estafar a las aseguradoras…

El sistema público de salud se presenta como de cobertura universal, pero se omite que la participación en el mismo es obligatoria, coactiva, no voluntaria: medicina socialista. Para evitar el afán de lucro de una aseguradora privada sería posible organizarse como una mutua cooperativa de seguros, pero esto ni se propone como solución ni se muestra ningún ejemplo: tal vez porque las cooperativas tienden a ser menos eficientes que las empresas privadas. Resulta curioso que los funcionarios españoles, en su inmensa mayoría, eligen libremente abandonar el sistema público a favor de opciones privadas.

Que las aseguradoras privadas tengan enormes beneficios no es una inmoralidad: es una señal y un incentivo para que otras empresas se introduzcan en el sector e incrementen la competencia. Quienes creen que un sistema universal público es maravilloso pueden demostrarlo no obligando a nadie a participar en él. Pero entonces nos contarán que es por los pobres, que no pueden pagárselo, que hay que redistribuir la riqueza por criterios de solidaridad y justicia social: obligar violentamente a la gente a que ayude a los demás les parece perfectamente aceptable.

La Organización Mundial de la Salud coloca muy mal al sistema sanitario de Estados Unidos: lo que la gente seguramente no sabe es que el baremo utilizado para puntuar sólo considera la calidad de los servicios médicos en un 25%, y el resto son indicadores que favorecen automáticamente a los sistemas estatistas colectivizados (equidad, gratuidad, universalización de la cobertura).
 
Moore critica de forma indiferenciada a compañías de seguros, farmacéuticas y políticos: las empresas hacen generosas contribuciones para las campañas electorales de los políticos, y los contratan como asesores o ejecutivos cuando abandonan la política. Pero el problema está en el poder coactivo de los políticos para regular a favor de algunas empresas, comprar sus productos (recetas gratuitas para los ancianos) y cargarlos al bolsillo de los contribuyentes. La solución es privatizar completamente el sistema de salud.

Una ciudadana estadounidense enferma de cáncer intenta engañar al sistema público canadiense haciéndose pasar por residente local (lo de la cobertura estatal universal parece que no es para todo el mundo, sólo para los locales). En Canadá, el sistema es tan liberticida que está prácticamente prohibida la medicina privada y hay largas listas de espera (bastantes canadienses viajan a Estados Unidos para recibir asistencia privada). En la Unión Europea ya hay países, como España, que reciben turismo sanitario.

Moore alaba los sistemas canadiense, británico y francés, y entrevista a personas (pacientes y médicos) que comparten sus mismos prejuicios socialistas. No ofrece crítica alguna, ni analiza sus graves problemas de financiación, listas de espera o falta de profesionales cualificados. En Francia hay servicio de urgencias a domicilio: conviene recordar que cualquier sistema puede tener cierta calidad si se gasta suficiente dinero, pero enseñar sólo lo obvio y lo bonito sin indicar los costes es trampa.

Europa parece maravillosa: a la gente le gusta todo lo que recibe aparentemente gratis o fuertemente subvencionado (educación, guarderías, asistentes sociales, vacaciones pagadas, permiso por boda, por mudanza). No ve las ineficiencias, el déficit presupuestario, la deuda estatal, el estancamiento económico, los desincentivos al trabajo. Vemos a un enfermo que recibe su sueldo aunque no trabaje: parece que no puede trabajar, pero sí disfrutar de unas vacaciones en la playa a costa de los demás. La familia media europea es más pobre que la americana, pero Moore intenta hace creer que el francés vive mejor.

Se hace el tonto sorprendido cuando descubre que los pacientes no pagan sus tratamientos (incluso les reembolsan el transporte), que no hay facturas: el sistema parece gratis si no se muestran los impuestos confiscados a los ciudadanos productivos. Igual que compran productos o reciben ideas de otros países (coches, vinos), los estadounidenses deberían adoptar sus sistemas de salud: es tan inepto que no ve la diferencia entre múltiples decisiones individuales en un mercado libre y decisiones políticas desacertadas impuestas a todos.

Moore elogia los servicios estatizados, como la policía, los bomberos, la enseñanza y el correo. Todos ellos, de peor calidad que los que puede proporcionar un mercado libre competitivo. La enseñanza pública en Estados Unidos es patética, y el monopolio de correos, una vergüenza ridículamente ineficiente. Es tan ignorante en asuntos económicos que sugiere que su modelo crearía empleos curando a la gente: no ve los que se destruirían en otros sectores. Afirma que en la guerra no había desempleo, pero no explora las consecuencias lógicas de tan atrevida afirmación.

Moore critica el mercado y alaba la democracia, donde los pobres votan. Para él, la solidaridad es comunismo puro: que te den lo que necesites y que pagues según lo que puedas. No le gustan las decisiones individuales libres, y olvida mencionar cómo las mayorías imponen por la fuerza sus criterios a las minorías en desacuerdo. Siempre habla de cómo el país debe cuidar a su gente, nunca de personas libres relacionándose (o no) voluntariamente: "Nadamos juntos o nos hundimos juntos".

En el colmo de su desfachatez, Moore intenta ayudar a cinco trabajadores de la Zona Cero presuntamente afectados por los gases tóxicos durante las tareas de desescombro y que no están cubiertos por seguro alguno. Primero los lleva a la prisión de Guantánamo (intenta acceder de forma ridícula en barco, sin seguir ningún procedimiento oficial), porque parece que los presuntos terroristas ahí presos reciben muy buen tratamiento médico (esto tiene que doler a toda la progresía que denuncia lo inhumana que es dicha cárcel). Como no le hacen caso, recurre a la aparentemente maravillosa sanidad de la dictadura castrista, que los trata maravillosamente y gratis.

Moore pretende que el espectador es tan tonto que va a creer que no hay ninguna propaganda política tras estos hechos, que a todos los cubanos les tratan igual de bien (por eso mueren al intentar escapar de la isla-cárcel), que no se trata de un montaje bendecido por las autoridades, que ellos simplemente pasaban por allí y no pidieron un trato especial. Se esperan avalanchas de turistas enfermos en Cuba, a ver si les reciben igual de bien (e igual de gratis, que enfermos extranjeros de pago ya hay muchos en la Isla). Aleida Guevara, hija del Che Guevara, aparece entrevistada como comentarista objetiva e imparcial.

Moore es tan generoso que manda un cheque anónimo a su principal crítico para que pueda pagar un tratamiento médico a su mujer y no tenga que cerrar el portal a través del cual lo critica; y ahora lo hace público. ¡Qué bueno es, y qué poco discreta su caridad!

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