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Microsoft y el día de la marmota

Publicado en Libertad Digital

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La revisión del cuadro macroeconómico que presentó Solbes el pasado viernes admite, al fin, que España se enfrenta a una grave, intensa y larga crisis económica. Sin embargo, se queda corto. Por desgracia, ni el Producto Interior Bruto (PIB) caerá un 1,6% en 2009 ni el aumento del paro se frenará en el 16%.

En este sentido, resulta mucho más certero el diagnóstico que acaba de emitir la prestigiosa escuela de negocios ESADE, al vaticinar una contracción mínima del 3%, una tasa de desempleo próxima al 20%, una morosidad del 9% y un déficit público superior al 7%. Cifras todas ellas cercanas a las que ya adelantamos en su día. Así pues, la claudicación de Solbes ante la evidencia, pese a resultar optimista y muy tardía, constituye un primer paso positivo y, sobre todo, ineludible para tratar de afrontar con un mínimo de garantías la cruda realidad que sufre y sufrirá este país.

El problema ahora es que el Gobierno se resiste todavía a aceptar el negro panorama que se cierne sobre la economía nacional. Y es que si el paro se dispara hasta el 20%, el drama no sólo será económico sino también social. Llegado el caso, el término crisis deberá ser sustituido por el de depresión: la tasa de desempleo en Estados Unidos se situó entre el 20% y el 25% de la población activa durante los difíciles años 30. Además, cabe recordar que la economía española es incapaz de generar empleo con un crecimiento anual inferior al 2,5% del PIB y, de momento, ningún valiente se ha atrevido a poner fecha a una recuperación de tales características. Ni siquiera para 2011.

Sin duda, el Ejecutivo acabará por asumir el diagnóstico de la economía española, según la enfermedad se vaya agudizando durante los próximos meses, entrando así en la segunda fase del proceso de resolución (aceptación). Cosa bien distinta será la tercera y definitiva etapa, en la que el Gobierno deberá poner en marcha la terapia de choque correcta para superar la crisis.

Es precisamente aquí donde se desvanece toda esperanza. La política económica desarrollada hasta el momento en nada ha servido para paliar la situación. El despilfarro de recursos se ha cobrado ya una monumental factura próxima a los 50.000 millones de euros (el 5% del PIB del país), y nada hace pensar que Zapatero y su séquito de burócratas estén dispuestos a corregir la nefasta senda emprendida a base de gasto público y endeudamiento masivo, con el fin de "estimular" la economía.

De seguir por este camino, la única solución posible pasaría entonces por un cambio de Gobierno. Sin embargo, la actual cúpula del PP es incapaz de afrontar tal desafío y no lo será por un mero cambio de siglas sino por una profunda reconversión ideológica en materia económica de la que, hoy por hoy, carecen los populares que dirigen Génova.

El PP se define como un partido socialdemócrata y, como tal, abraza sin complejos la intervención pública y la política de subvenciones y prebendas. Así pues, otros serán los llamados a liderar el cambio de mentalidad que precisa esta u otra formación, como en su día aconteció en Gran Bretaña de la mano de Margaret Thatcher o en los EEUU de Ronald Reagan. Es decir, un cambio de Gobierno capaz de llevar a cabo sin dilaciones ni complejos las profundas reformas estructurales que precisa el país. Un nuevo presidente, da igual bajo qué siglas, al que no le tiemble el pulso a la hora de adoptar medidas antipopulares, pese a las amenazas de huelga general.

Un drástico cambio de timón que dirija la política presupuestaria hacia un recorte sustancial del gasto público y una rebaja histórica de la presión fiscal, con el objetivo de liberar los recursos necesarios para impulsar la inversión y el ahorro privados. Un Gobierno que abogue por la liberalización plena de un obsoleto mercado laboral, heredado del franquismo, y por la privatización de los servicios públicos. Un Consejo de Ministros que no acuda al auxilio de sectores en quiebra, como la automoción o la vivienda, y que elimine sin demora las ayudas públicas que nutren a todos aquellos que se escudan en el "interés general" para evitar la temida competencia del mercado.

Un nuevo liderazgo que no obstaculice la ineludible reforma energética y que pueda afrontar con un mínimo de solvencia los grandes desafíos bancarios y financieros en ciernes. Hoy por hoy, un cambio de siglas en Moncloa no garantiza absolutamente nada. George W. Bush, por muy republicano que sea, pasará a la historia como uno de los peores presidentes de Estados Unidos en materia económica gracias, por supuesto, a la inestimable ayuda de su antecesor en el cargo, Bill Clinton, y los generales monetarios Alan Greenspan, Ben Bernanke y Henry Paulson. Lo que realmente necesita la clase política española es un cambio de mentalidad para no caer en los mismos errores que, hace décadas, cometió Argentina, más recientemente Japón (años 90), y a partir de ahora, muy posiblemente, también Estados Unidos. ¡Despierten!

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