La unidad de la UE es pasajera, pues los intereses, en este asunto como en los demás, son contrapuestos.
Nigel Farage, líder político del Brexit, ha dicho que si la desvinculación de la UE sale mal, él abandonará el Reino Unido. Le recomiendo que se zambulla en el clima mediterráneo de California, estado para el que él ya está trabajando en el modo de lograr la secesión respecto a los USA de Donald Trump.
Bien es cierto que el destino de Farage no tiene, en realidad, ninguna importancia. Tim Barrow, representante del Reino Unido ante la Unión Europea, le ha entregado a Donald Tusk, presidente del Consejo Europeo, la carta de la premiere británica Theresa May en la que solicita, con mandato del parlamento británico, que se active el artículo 50 del Tratado de Lisboa que prevé la desvinculación de la Unión Europea por parte de un socio. Y eso sí tiene importancia.
La gran cuestión es saber qué va a pasar a partir de ahora. Podemos distinguir entre los términos del divorcio y lo que ocurrirá después. La Unión Europea le exige a Gran Bretaña unos 62.000 millones de euros por inversiones ya comprometidas. Recordemos que los presupuestos comunitarios comprenden períodos de siete años, y el actual no concluye hasta 2020. Hay una sonora oposición a realizar estos pagos entre los brexitieres más conscientes. Pero más allá de eso, el Libro blanco sobre el brexit entendía que “podrá haber programas europeos en los que que podríamos querer entrar. Si fuera el caso, es razonable que hagamos una aportación apropiada”, y cita ciencia e innovación y, sobre todo, la lucha contra el crimen y el terrorismo.
¿Qué pasa con los negocios en marcha? ¿Podrán entrar los europeos en las islas sin mayores dificultades? Siguen siendo de aplicación las regulaciones europeas? Lo explica Theresa May con estas palabras, escritas en su carta: “Continuaremos cumpliendo con nuestras responsabilidades como Estado miembro mientras sigamos perteneciendo a la Unión Europea”.
Sean cuales fuesen los principales motivos de encono entre el pueblo británico y las instituciones europeas, hay elementos de esa relación que resultan provechosos, y casi todo el mundo lo entiende así. May ha señalado, en su carta, la “cooperación en la lucha contra el crimen y el terrorismo”.
Ninguna discusión con enjundia puede abordarse hasta que no se celebren sendas elecciones en Francia (abril y mayo) y en Alemania (septiembre). Pero todas las cuestiones se pondrán sobre la mesa desde el comienzo, aunque sólo sea porque el Reino Unido las esparcirá sobre la mesa de negociación. Hay dos que le interesan sobremanera, más allá de lo citado. Por un lado, los términos de la relación comercial. Por otro, el papel de la City en las finanzas europeas.
Gran Bretaña quiere compartir con la Unión Europea un espacio de comercio verdaderamente libre, sin trabas para los bienes y el capital. Por lo que se refiere a las personas, prefiere elegir una política propia. Y, por supuesto, cuando el divorcio sea completo, terminase o no en términos amigables, se desembarazará de las costosísimas regulaciones europeas, y elegirá un sistema fiscal que haga al país más atractivo para trabajar e invertir.
Desde la Unión Europea, ese panorama resulta aterrador. La UE, que es un gallinero en el que las aves, grandes y pequeñas, no se ponen de acuerdo en nada, se ha unido como un solo hombre para mostrarle al Reino Unido su intransigencia al respecto. El motivo es claro: si la Gran Bretaña puede desvincularse de la UE, beneficiarse de poder comerciar sin mayores costes, pero sin cumplir las regulaciones, impuestas para favorecer las grandes empresas de los grandes países. Si además va a competir en sus propios términos con los grandes Estados europeos en un ámbito tan doloroso para Francia o Alemania como los impuestos, entonces se va a llevar todos los beneficios de la UE sin someterse a los intereses del núcleo duro de la UE. Si es una historia de éxito, otros Estados pueden seguir su ejemplo, aunque en estos momentos, salvo un cataclismo lepeniano, no está claro cuáles pueden ser.
La unidad es pasajera, pues los intereses, en este asunto como en los demás, son contrapuestos. Polonia, Hungría o la República Checa comparten con el Reino Unido una visión liberal de la economía, pero están demasiado cerca de Rusia como para que les compense una UE débil. España acoge a más ciudadanos británicos que ningún otro socio, y su mercado es muy importante para nosotros. Alemania o Francia harán lo que sea para que el Brexit no se convierta en un ejemplo de Succexit, una salida exitosa.
No sabemos qué posición consensuarán los socios de la UE. Sea cual fuere, como ha señalado Daniel Hannan y aconseja el sentido común, lo mejor que puede hacer Gran Bretaña es eliminar unilateralmente los aranceles y no imponer costosas barreras regulatorias a la entrada de bienes y servicios. Los consumidores y las empresas importadoras se beneficiarán, y mostrará una actitud amable y abierta. No tiene sentido zafarse de la prolija regulación europea si no es substituyéndola por otra mucho más liberal. Y tiene que realizar una rebaja fiscal para atraer capital y talento.
Es lo mejor que puede hacer por ella. Pero es lo mejor que puede hacer por nosotros. Yo, desde aquí, y adelantándome a lo que pueda pasar, ya le doy las gracias a la noble Albión por demostrar que la UE es sólo una opción histórica, que la pretensión panglossiana de que lo que tenemos es la mejor de las opciones posibles es una falacia, y por mostrar que hay otro camino, más liberal, y que siempre debió ser también el nuestro.
Gran Bretaña siempre ha luchado por evitar un poder hegemónico en el continente. El carácter de la UE nada tiene que ver con los anteriores esfuerzos por unirlo, pues todo surge del acuerdo y no de la imposición militar. Pero el poder acumulado por Bruselas, agente de los intereses de unos socios, y no de todos, empieza a ser exorbitante. Una vez más, nuestros vecinos insulares han cumplido con su misión histórica.