Skip to content

¿Neocolonialismo chino?

Compartir

Compartir en facebook
Compartir en linkedin
Compartir en twitter
Compartir en pinterest
Compartir en email

Su elevada demografía, su cultura milenaria, su aparente lejanía han generado una mitología que se ha mezclado con la realidad y aún en pleno siglo XXI, en la época de Internet y de las autopistas de la información, esta sensación es si cabe más intensa.

Cuando cayó el Imperio soviético, los chinos y buena parte de sus aliados comunistas pusieron sus barbas a remojar para que no les pasara lo que a sus camaradas e íntimos enemigos rusos.  Imitando a su manera la Perestroika de Gorbachov, los dirigentes del Partido Comunista Chino decidieron permitir cierta libertad económica a sus ciudadanos y surgieron así pequeñas y grandes empresas que empezaron a aventurarse en los mercados mundiales. La propaganda china se encargó desde ese momento de alentar esa imagen de gigante económico mundial y los occidentales se la compraron, y a puñados. Sin embargo, hay que dejar claro que la economía china es una economía planificada y si se deja cierta libertad de empresa, ésta se ejerce bajo los parámetros que marquen los planes y los objetivos del Partido, lo que paradójicamente imita el modelo nacionalsocialista alemán o el fascista italiano. Un chino puede iniciar una labor empresarial si esta se adecúa a los principios del Partido o al menos, si no los entorpece.

La libertad, aunque sea poca, tiene la costumbre de incrementar la riqueza del que la ejerce y China, después de varias décadas de férreo control comunista ortodoxo, ha experimentado un evidente crecimiento económico. Lo que es más dudoso es que el ritmo de crecimiento de la economía fuera y sea el anunciado por la dictadura  en términos de crecimiento de PIB. Es cierto que ha partido de niveles muy bajos y relativamente fáciles de elevar, pero no menos cierto es que las estadísticas económicas de las dictaduras son como poco, dudosas, porque no tienen mecanismos adecuados para hacer mediciones, si es que existen, y sí mucho miedo de que los fallos puedan suponer un peligro para el que ha errado en la planificación y una tacha para el dictador.

Este desarrollo chino ha provocado dos trascendentes efectos. Por una parte, un importante desequilibrio económico dentro de su territorio, una zona con crecimientos elevados y un desarrollo industrial y urbanístico desmesurado que coincide con la costa oriental y otra, el interior, donde no ha llegado esta “revolución” y que mantiene un nivel de vida muy parecido al que ya tenían en tiempos de Mao. Estos desequilibrados conllevan, sobre todo en las zonas más desarrolladas, que convivan los grandes rascacielos y las grandes fortunas con las infraviviendas y los sueldos míseros. Algunos trabajadores empiezan a reclamar mejoras salariales y seguridad en los empleos a la vez que recelan de tan evidentes diferencias.

China puede ser una de las principales economías mundiales en conjunto pero su PIB per cápita era en 2009 según el Banco Mundial de 6.675 dólares, lejos de los 29.800 de Taiwán (Fuente: CIA World Factbook), los 32.545 de España o los 46.436 de Estados Unidos. Esta desigualdad, que no es fruto del capitalismo y del libre mercado, sino de todo lo contrario, puede generarle problemas internos con el tiempo porque una vez que se abre la espita de la libertad, las consecuencias pueden ser sorprendentes. China se enfrenta también a problemas similares a los que han provocado la crisis económica actual. Subvencionar o favorecer ciertos sectores provoca burbujas y recientemente se ha tenido imponer el errado control de precios para evitar que se dispare la inflación, sin olvidar la guerra de divisas entre el yuan y el resto de monedas que pretende favorecer las exportaciones pero que podría tener consecuencias no previstas.

El segundo efecto del crecimiento chino es la necesidad imperiosa de materias primas que puedan permitir su mantenimiento. Esta necesidad ha provocado una apertura del régimen hacia el exterior como no había ocurrido antes. China está tan necesitada de materias primas como de países que se las puedan proporcionar y ello ha llevado a acusaciones de neocolonialismo sobre países del Tercer Mundo, en cuyos territorios se encuentran buena parte de las reservas de petróleo, minerales y otras materias necesarias. ¿Es esto cierto y China está ejerciendo en papel de nueva potencia colonial en buena parte de Asia, África y Latinoamérica? Semejante afirmación es poco verosímil pues no está en condiciones de administrar o controlar todos estos territorios de forma física como hacían las potencias colonizadoras europeas durante los siglos XIX y XX o cómo se permitía la Unión Soviética durante la Guerra Fría, pero sí es cierto que ha incrementado su influencia en estos continentes a través de acuerdos económicos y políticos que se centran en directrices geoestratégicas, lo que en el mundo sajón se denomina “soft power”.

China no ha dudado en aliarse con gobiernos corruptos cuando ha sido necesario o con la facción que en ese estado fracasado, como suelen ser los africanos, controlaba la materia que quería obtener, lo que es malo para los africanos, porque ayuda a mantenerlos en el poder, impidiendo la evolución social del país y que la riqueza que supone el uso de ese recurso llegue a sus ciudadanos. Un ejemplo sería el apoyo al Gobierno sudanés, bloqueando en la ONU las resoluciones contrarias a sus propios intereses en la región.

China no ha dudado en pagar por un recurso mucho más que sus competidores occidentales. Esto, que en un proceso de libre mercado no sería especialmente importante ya que el riesgo real es sólo del que aporta el capital, es en este caso mucho más complejo. Esta es la situación en Latinoamérica donde por ejemplo, Venezuela ya ha comprometido buena parte de su producción petrolífera de los próximos años, o donde el incremento de los ingresos en exportaciones ha sido por el de los precios de las materias primas y no por la venta de un mayor volumen. Esta estrategia responde a dos razones, la de hacerse, sí o sí, con el recurso y por otra, desplazar del mercado a sus principales competidores, las empresas o gobiernos occidentales que también necesitan recursos, pero que en algunos casos no están dispuestos a pagar tanto.

Otras veces los acuerdos con ciertos países responden a intereses geoestratégicos como su alianza con el régimen totalitario de Myanmar (antigua Birmania) o los acuerdos para construir puertos en ciertos países africanos y asiáticos, como el puerto pakistaní de Gwadar, futura cabecera de un gasoducto procedente de Asia Central, pero también utilizable por la flota de guerra china o una presencia en los puertos sudaneses cada vez mayor y que tienen por objetivo el tener infraestructuras “exclusivas” para sus barcos mercantes y militares, incrementando su control sobre el Índico y poniendo en aprietos a su viejo enemigo y uno sus principales rivales, La India.

China no es un adalid del libre mercado ni del capitalismo. Los chinos como individuos físicos o jurídicos tienen pocas opciones de ejercerlo en ciertos sectores de los denominados estratégicos. En ellos, la planificación y los intereses del Estado chino son el marco principal y ello no es bueno ni para los chinos ni para los habitantes de estos países. Desde otra perspectiva, se da la paradoja de que es posible que ciertos países que venden materias primas a China desincentiven la apenas desarrollada industria manufacturera propia a favor de la china que es la que necesita estas materias primas.

Más artículos

Populismo fiscal

Cómo la política impositiva del gobierno de Pedro Sánchez divide y empobrece a la sociedad española El nuevo informe del Instituto Juan de Mariana evalúa la deriva de la política