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No, no van a pedir perdón

Publicado en Libertad Digital

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El mercado eléctrico en España tiene dos grandes problemas y luego, a modo de propina, un sinfín de problemillas. Todos, los grandes y los pequeños, son consecuencia directa del politiqueo. ¿Quiere saber cuáles son esos dos problemas? El primero es el déficit de tarifa. A las eléctricas les adeudamos cerca de 30.000 millones de euros, una deuda que más tarde o más temprano tendremos que saldar los consumidores o los contribuyentes. El segundo es el precio. La luz en España es cara, carísima en comparación con otros países “de nuestro entorno”, como gusta decir a la politicastrada patria.

A estas alturas generar y distribuir electricidad no tiene demasiados secretos. Las diferentes tecnologías tradicionales están maduras y son extremadamente eficientes, es decir, generan mucha electricidad a un precio unitario muy bajo. Atrás quedaron los tiempos en los que el kilovatio era valioso, difícil de producir y necesariamente caro. Aquí, sin embargo, tenemos la electricidad más costosa de Europa. Diríase que el nuestro es un país en desarrollo que está, poco a poco, dotándose de infraestructuras eléctricas. Pero no, en España hay un parque bestial de centrales de todo tipo. Tenemos nucleares, hidráulicas y térmicas de todos los sabores. El sistema, en definitiva, puede generar mucha más electricidad de la que el mercado demanda.

Entonces, ¿por qué es cara? Simple, porque, hace ya muchos años, los políticos de todos los partidos decidieron que los vatios en España eran de su propiedad. Iban a generarse conforme a un plan predeterminado, algo muy soviético, muy de esta gente. Así, dejó de ser el mercado y empezó a ser el Estado quien se arrogó la provisión de un bien que es casi tan necesario como el aire que respiramos. El político, y no el consumidor ni el accionista, han decidido qué tipo de centrales se instalaban, dónde lo hacían y de qué potencia. ¿Se imagina eso mismo en el mercado del automóvil? ¿Imagina tener que conducir un modelo de coche determinado porque el político de turno lo ha decidido después de haber pagado por él dos o tres veces su precio, y que ni con esas la fábrica de automóviles ganase dinero? Bien, pues eso es lo que sucede con la electricidad.

Digo todo esto a cuenta de la penúltima reforma eléctrica que acaba de presentar el Gobierno. Es una reforma previsible conociendo el paño monclovita. Sus errores los vamos a pagar todos. La intervención sistemática y enloquecida de esta banda en el mercado eléctrico correrá a nuestra cuenta, a la de nuestros hijos y, con un poco de mala suerte, a la de nuestros nietos. Menos mal que lo hicieron por el “bien común” que si llegan a hacerlo para fastidiarnos hoy estaríamos con apagones como en Cuba.

La reforma en cuestión ataca los dos problemas: el del déficit y el de la sobrecapacidad primada que afectan al sector. El primero lo va a cargar en el recibo. En los próximos años pagará más por lo mismo. Tendrá que apagar las luces, poner menos la lavadora y vigilar el aire acondicionado. Pero esa, siendo mala, no es la peor de sus consecuencias. Las empresas, muchas de ellas consumidoras intensivas de electricidad, también tendrán que hacer frente a capítulos de gasto eléctrico cada vez más gravosos. Muchas, las que más gastan, se deslocalizarán a otros países donde el vatio no sea prohibitivo. Otras, las que gastan menos o las que, simplemente, no puedan moverse, repercutirán el gasto extra en sus clientes. Los hoteles, por ejemplo, lo harán en el precio de la habitación, los bares en el de la bebida y los grandes almacenes en el de los artículos.

¿Ve cómo la política siempre tiene un coste letal para usted y, especialmente, para su bolsillo? Lo mejor de todo es que, hecha la faena, los mismos que la perpetraron no han pedido siquiera perdón. Porque si la luz es cara –y más que lo va a ser–, no es porque tengamos que importar el gas o el uranio. No, nada de eso. La luz es cara porque en España se genera mucha y mal. Esto, claro, no se lo contaron hace diez años cuando empezaron a llenar el país de molinos de viento y placas solares. Era el progreso, decían, y sí, era el progreso, el progreso de nuestro dinero hacia el bolsillo de los que, licencias y privilegios mediante, se metieron de cabeza en aquella burbuja tan moderna y molona que hasta los productos más insospechados se anunciaban con molinillos eólicos detrás.

¿Cabría otra reforma distinta a la que han hecho? Sí, obviamente. Cabría limitar el papel de los políticos en este sector a la pura y simple regulación básica. Del resto se encargaría el mercado, es decir, nosotros mismos tomando decisiones de consumo no una, sino muchas veces al día. Tal vez desaparecería buena parte del parque eólico y la totalidad del solar; tal vez las eléctricas volverían sus ojos sobre la energía nuclear y el carbón de importación; tal vez el gas natural nacional, el obtenido mediante la técnica de fracturación hidráulica, tendría su oportunidad, la misma que la tiranía medioambiental le está negando. Habría que suprimir de un plumazo todas las primas a cualquier fuente de generación y que el precio mayorista fuese el del pool, así, sin conservantes ni colorantes, como el bonito de Santoña. Sería duro durante unos meses, quizá un año, luego el mercado se estabilizaría y, de pronto, la electricidad empezaría a bajar. Sobre la electricidad imperarían las mismas fuerzas que sobre el mercado del pan. Y no lo olvide, hay mucha gente que no come pan, pero todos, absolutamente todos, consumimos electricidad. Eso, obviamente, no lo van a hacer. Y pedir perdón tampoco.

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