Para entender el calado de la ofensiva es preciso realizar unas consideraciones previas. Existe un consciente proyecto totalizador entre buena parte de la clase política occidental para expandir el alcance e intervencionismo del Estado. La revolución ha dado paso a la lenta evolución, a la transformación social: la propaganda diaria, el control de los medios de comunicación, el sibilino crecimiento del Gobierno y el desgaste de la propiedad privada.
Los políticos se han transformado en los mesías del proyecto colectivo, del bien común, del paraíso. Nuestra felicidad justifica la opresión política en forma de regulaciones o incremento de impuestos: han instituido un poder político mastodóntico y lo han denominado "Estado de Bienestar".
De esta manera, haciendo creer que existe un conflicto irresoluble entre la libertad individual y el bienestar de la sociedad, el Estado consigue medrar a costa de nuestros derechos. La obsesión del socialismo es enterrar los derechos individuales frente al Estado y sustituirlos por derechos del Estado. Se trata de no reconocer ninguna libertad contraria al proyecto colectivo; de limitar la titularidad de los derechos al ejecutor de ese proyecto colectivo: el Estado.
El preámbulo del proyecto de Estatuto de Cataluña, por ejemplo, recoge perfectamente esta idea totalitaria de subordinar los derechos individuales al arbitrio político:
"Estos derechos se ejercen conjuntamente con la responsabilidad individual y el deber cívico de implicarse en el proyecto colectivo, en la construcción compartida de la sociedad que se quiere alcanzar".
Así pues, quien no subyugue su existencia al "proyecto colectivo" no podrá ejercer los derechos frente al Estado. Pero, dado que ese proyecto colectivo se encarna en el Estado, lo que realmente se está pidiendo es una total entrega a la planificación pública; quien se oponga al Tripartit es un enemigo de los catalanes.
Otro claro ejemplo de la cheka hacia la que nuestros políticos quieren arrastrarnos lo encontramos en la actitud de Llamazares frente al Consejero Delegado del SCH, Alfredo Sáenz. Hace poco más de un año Sáenz, muy cabalmente, se mostró partidario de desmantelar el Estado del Bienestar. La respuesta de Llamazares ilustra perfectamente el esquema que acabamos de trazar: a) el ataque al Estado implica un ataque al proyecto colectivo; b) quien ataca el proyecto colectivo pierde sus derechos individuales.
El líder comunista afirmó: "[Sáenz] acaba de declarar públicamente su beligerancia con el Estado del Bienestar [y por lo tanto] se sitúa no sólo en confrontación con buena parte de los ciudadanos que lo han construido, sino también con la Constitución Española” (punto a). En consecuencia, "al que te quiere destruir hay que responderle en legítima defensa; el SCH ha declarado la guerra, y, por tanto, los servicios públicos no pueden tener relación con quien quiere terminar con ellos" (punto b).
Toda propuesta de eliminar o reducir el peso del Estado supone una ofensa al bienestar de la sociedad, a la pacífica convivencia, al proyecto común. Quien se enfrenta al Estado es un enemigo del pueblo; puesto que, en definitiva, quien tiene derechos no son los individuos, sino el Estado (la legítima defensa de la que habla Llamazares).
El Estatuto del Periodista, por otra parte, también nos ofrece una adecuada ilustración de nuestro argumento. Así, en el preámbulo puede leerse lo siguiente:
"Cuando el derecho a informar que a todos se reconoce se ejerce de modo habitual y profesional queda cualificado con una función social: el derecho se convierte en deber de informar al servicio del derecho del público a ser informado".
Como vemos, la libertad de expresión está al servicio de la función social; el derecho individual se convierte en deber frente al "proyecto colectivo", frente al Estado. Es éste quien retiene el derecho a exigir a los periodistas una información "veraz", una información que no atente contra la verdad que encarna el Estado.
No en vano, el Estatuto del Periodista –inspirado en esta mentalidad totalitaria– supone un vaciamiento de los derechos individuales y un amordazamiento de las voces autónomas. Allí donde el Estado suplanta la justicia, la libertad se extingue.
Después de esta reflexión será mucho más fácil entender el calado de la ofensiva contra la COPE, en su doble implicación: ataque a la libertad de expresión y, sobre todo, a la propiedad privada.
Libertad de expresión
Ignacio Ramonet, uno de los referentes intelectuales de la izquierda, propuso hace dos años "purificar" los medios de comunicación a través de la creación de un Observatorio Internacional de Medios –algo muy similar al Consejo de Información que esboza el Estatuto del Periodista–. Para Ramonet, este observatorio tendría la misión de convertirse en "un arma" para combatir el capitalismo y conseguir el poder eterno de la izquierda:
"En los tiempos de Internet, nosotros decimos que éste será el siglo en que la comunicación pertenecerá a los pueblos y nos apoderaremos de la verdad. Con la verdad triunfaremos".
En ausencia de los instrumentos totalitarios del Estatuto del Periodista, el Tripartit decidió emplear el Consejo Audiovisual de Cataluña para expedientar y censurar a la COPE. El argumento empleado, a primera vista, no podía ser más contradictorio: se estudiaba si la COPE incumplía el artículo 20 de la Constitución, esto es, el derecho a la libertad de expresión.
Sin embargo, retengamos la mutación jurídica que, según hemos descrito, la clase política quiere conseguir. El derecho a la libertad de expresión no es un derecho de los individuos, sino del Estado, destinado y subordinado a la consecución del proyecto común. Es evidente que la COPE no favorece el proyecto común del nacional-socialismo catalán y, por tanto, podría vulnerar la "libertad de expresión del Estado".
De hecho, es significativo cómo un medio de comunicación especialmente servil, El Periódico de Catalunya, sostuvo que la COPE "no ejerce la libertad de expresión: escupe". Fijémonos en la disyuntiva: arrodillarte ante el poder político es libertad de expresión, criticarlo supone escupir. Al fin y al cabo, el editorial de El Periódico llevaba por título ‘La COPE, esa inquisición’. Lo que molesta es que se critique y denigre al poder político, al socialismo y al totalitarismo. No preocupa la inquisición intelectual (no olvidemos que, en el propio artículo, Franco instaba a un inquisitorial desprecio activo hacia la Iglesia Católica), sino la inquisición disidente y libremente ejercida; la inquisición crítica contra los liberticidas y represores políticos.
Por ello, la campaña contra la COPE persigue eliminar la disidencia al catecismo público de sumisión al Estado. Sólo aquellos medios de comunicación, como El Periódico de Catalunya, que se integren en la estructura propagandística del régimen tendrán "derecho a expresarse" y quedarán amparados por el artículo 20 de la Constitución.
El socialismo se ha dado cuenta de que no es necesario nacionalizar la prensa para instituir una dictadura de facto. Leonard Peikoff resumió perfectamente las diferencias entre el control comunista y el control fascista:
"Contrarios al marxismo, los nazis no postulan el poder estatal de los medios de producción. Ellos exigen que el Gobierno supervise y controle la economía nacional. (…) Los individuos, por lo tanto, continúan siendo propietarios, siempre y cuando el Estado se reserve el absoluto derecho de regular la propiedad".
Propiedad privada
La frase de Peikoff sirve para enlazar las dos dimensiones del ataque contra la COPE. Como hemos visto, por un lado estamos ante un intento deliberado de eliminar las voces discrepantes, pero por otro se pretende abrir el camino hacia el completo dirigismo de la sociedad. Primero, porque la campaña política extermina las voces contrarias al estatalismo: sin diques de contención intelectuales, la propaganda estatalista extenderá el mensaje liberticida sin límites. Segundo, porque la agresión a la COPE no sólo supone un ataque a la libertad de expresión, también a la propiedad privada.
Esta última semana, Enric Sopena, el que fuera director de Informativos de TVE (y, por tanto, un sujeto que estuvo viviendo a costa del expolio de la propiedad privada de millones de españoles), reprochó a la Iglesia su "intromisión sectaria" en la "vida pública española". En su opinión, la política comunicativa de la Iglesia Católica debe reducirse al ejemplo de Radio María: encerrar el culto, la fe y los valores católicos en la esfera privada. Los mismos que pretenden censurar a la disidencia incómoda marcan las condiciones para permitir su ficticia subsistencia, a modo de escenificación y farsa pluralista (tal y como el Gran Hermano crea a su alter-ego Emmanuel Goldstein).
Sopena es uno de tantos ejemplos de una izquierda que sólo consiente la existencia de una Iglesia alejada de su labor evangélica; una Iglesia relativista, timorata, encerrada en sí misma; una Iglesia, finalmente, anticatólica. Precisamente, Benedicto XVI denunció hace pocas semanas la "falsa tolerancia" que, "por decirlo así, admite a Dios como opinión privada, pero le niega el ámbito público, la realidad del mundo y de nuestra vida". Eso, dijo el Papa, "no es tolerancia sino hipocresía". Se trata, pues, de matar a Dios fingiendo un respeto hipócrita, una falsa tolerancia hacia la fe.
Sopena marca las condiciones bajo las cuales la Iglesia puede existir: su propiedad privada y su libertad no pueden rebasar ciertos límites. Volviendo a la explicación peikoffiana del régimen nazi, el socialismo español no pretende quemar los templos o ahorcar a los católicos, como hizo décadas atrás; se conforma con regular la Iglesia, engullirla y estatalizarla.
Como ya he indicado en otras ocasiones, este indisimulado ataque contra los lazos voluntarios y la organización interna de la Iglesia Católica –este intento de subordinación del poder espiritual y de la ética objetiva a los dictados positivistas del emperador– supone, en última instancia, la defenestración del Estado de Derecho, de la justicia y de la libertad. La completa reglamentación de los usos de nuestra propiedad, de los fines de nuestra libertad; la imposición del fascismo socialdemócrata.
El ataque a la COPE es un misil directo a la autonomía de la Iglesia, a su derecho a la organización interna; a expresar sus opiniones, a difundir su mensaje y a hacer uso de su propiedad como mejor crea conveniente.
Pero es también un misil directo a los derechos individuales. La propiedad privada queda subordinada a las finalidades de los dirigentes políticos. Son ellos quienes tienen derechos, no nosotros. El socialismo reclama para el Estado el fin de las cadenas éticas, de su sumisión al Derecho; reclama la libertad de expoliar y reprimir a los ciudadanos.
La COPE, junto con Libertad Digital, es uno de los pocos bastiones donde todavía se combate esta avalancha totalitaria, donde todavía se condena la coacción política y la limitación de las libertades. El ataque que está padeciendo es sólo un preludio de la degeneración liberticida más amplia que el estatalismo está preparando para el resto de los individuos. Sería un error considerarlo un berrinche anecdótico de la izquierda. No es eso, no es eso.