Lo que estamos comprobando es que su tacha fue mucho más grave, a saber, orquestar una macromanipulación de la población española para ocultar la realidad de las cajas.
Una vez reventada la burbuja inmobiliaria española allá por 2008, el conjunto de las cajas pasaron a estar descapitalizadas. Cualquier observador externo mínimamente versado en analizar balances bancarios podía intuir, con una margen de error suficientemente aceptable, que el agujero heredado ponía en muy serio riesgo la viabilidad misma del sistema. No en vano, las cajas acumulaban a principios de 2008 una exposición al ladrillo de casi 600.000 millones de euros, pero apenas contaban con 80.000 millones de euros para absorber las pérdidas derivadas de esa cartera. Bastaba una depreciación cercana al 20% de sus activos inmobiliarios —un escenario en absoluto descabellado ante el enorme burbujón experimentado—para que las entidades padecieran un déficit de capital de 40.000 millones de euros: esto es, para que estuvieran quebradas.
A estas alturas, no cabe dudar de que los reguladores españoles —y europeos— eran muy conscientes por aquel entonces de la auténtica magnitud de nuestro problema financiero. Las recientemente reveladas cuatro cartas del departamento de inspección del Banco de España a propósito de la situación contable de Bankia en 2011 ilustran que, en efecto, las autoridades competentes contribuyeron a ocultar la realidad con un propósito muy claro: engañar a los ahorradores españoles para colocarles activos basura y recapitalizar así el sistema financiero español.
La estrategia, como sabemos, se desarrolló con obscena meticulosidad en el caso de las participaciones preferentes: deuda a perpetuidad de las cajas quebradas comercializada como productos seguros y que inevitablemente fagocitó el ahorro de miles de jubilados. El fraude se repitió más adelante con la salida a bolsa de Bankia, fusión de dos cajas quebradas que, por sentido común, sólo podía arrojar una entidad doblemente quebrada y en la que no tenía ningún sentido invertir. A este respecto, basta con leer las susodichas reflexiones que la inspección del Banco de España puso negro sobre blanco año y medio antes de que se materializara su vergonzoso rescate a costa del contribuyente: “[La salida a bolsa de Bankia] solo es una bombona de oxígeno que permitirá cumplir temporalmente con los nuevos requisitos de solvencia pero que no logrará transformar la estructura de Bankia. Terminará en el medio plazo con la venta a bajo precio del banco cotizado, pues no generará beneficios recurrentes, y con el Estado nacionalizando BFA, lo que supondrá un quebranto para los contribuyentes”.
Lo que ocurrió no fue una sucesión de extraordinarias y desventuradas casualidades, sino la previsible resolución de un fiasco anunciado: un fiasco anunciado que nuestros gobernantes se esforzaron por ocultar durante la segunda legislatura de Zapatero hasta que, a comienzos de 2012, los decretos De Guindos obligaron a levantar las alfombras de los bancos como paso previo a inyectarles el dinero de los contribuyentes.
En definitiva, conforme más detalles vamos averiguando sobre aquellos deplorables años mayor responsabilidad va adquiriendo la administración: no ya porque fueran los políticos quienes durante dos décadas condujeron las cajas a esta desastrosa situación, sino porque, en contra de quienes pensaban que nuestros burócratas habían pecado de ceguera e ineptitud al ser incapaces de detectar los problemas a tiempo, lo que estamos comprobando es que su tacha fue mucho más grave, a saber, orquestar una macromanipulación de la población española para ocultar la realidad de las cajas.
Más allá de la responsabilidad jurídica que pueda llegar a corresponderles, sí deberíamos comenzar a extraer una moraleja muy clara de semejante tragicomedia: no podemos extender un cheque en blanco a las autoridades supervisoras pues en muchas ocasiones ellas pueden ser las principales interesadas en estafarnos. Independencia, juicio crítico y vigilancia sobre los presuntos vigilantes. En caso contrario, estaremos vendidos a sus tejemanejes tal como lo estuvieron miles de pequeños ahorradores estafados por la administración.
También en Alemania cuecen habas
La situación por la que atravesaron las cajas españolas en 2012 no es tan distinta de la que ahora mismo está experimentando buena parte de la banca alemana con idéntica complicidad en su ocultación por parte de las autoridades germanas. Esta misma semana, el Deutsche Bank anunció que estaba estudiando la posibilidad de despedir a 10.000 trabajadores de su plantilla para intentar reflotar su languideciente rentabilidad. No es para menos: el banco teutón necesita desesperadamente captar, como poco, 20.000 millones de euros de capital en los mercados y, evidentemente, ningún inversor está dispuesto a brindárselos a menos que espere lograr un retorno que le compense el alto riesgo que está asumiendo. Los burócratas alemanes son plenamente conscientes de esta situación pero, como ya sucedió en España hasta 2011, parecen más interesados en ocultarlos para intentar que algunos incautos ahorradores dilapiden su dinero adquiriendo los activos basura que inevitablemente tendrá que vender el Deutsche Bank para evitar su quiebra.
España no cumple
El gobierno español remitió ayer mismo a Bruselas su plan de ajuste para garantizar el cumplimiento de los objetivos de déficit en 2016 y 2017. Ninguna novedad con respecto a lo que ya conocíamos: el gobierno confía cumplir en 2016 con las medidas ya adoptadas (congelación del gasto en la administración y adelanto del Impuesto de Sociedades) y coloca una vela al crecimiento de 2017 para que impulse al alza la recaudación tributaria. Acaso lo más llamativo, sin embargo, es que el Ejecutivo reconozca que, pese a las nuevas medidas, no seremos capaces de alcanzar el objetivo de déficit en 2017: y es que, para el equipo de Montoro, todo apunta a que cerraremos el próximo año con un desequilibrio equivalente al 3,6% del PIB, cuando debemos terminar en el 3,1%. Es decir, faltan 5.000 millones de euros de ajuste que, si queremos evitar la sanción de Bruselas, recaerán sobre las espaldas del próximo gobierno. De momento, seguimos pataleando el balón hacia delante.
Más burocracia presupuestaria
El ministro de Finanzas alemán, Wolfgang Schäuble, acaba de manifestar su intención de que el MEDE (el fondo de rescate permanente de la Unión Europea) adquiera progresivamente la competencia de supervisar el grado de ajuste fiscal de los presupuestos nacionales, arrebatándole a la Comisión Europea semejante potestad. Según Schäuble, el MEDE posee un perfil más técnico y menos politizado que la Comisión, de modo que sería más inflexible, independiente y profesional —menos dado a componendas— que los actuales comisarios. Y probablemente tenga razón Schäuble en que el MEDE sería menos dado a consentir quebrantos sistemáticos en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, pero tampoco estaría libre de semejante tentación. En realidad, la única forma de conseguir que cada gobierno nacional sea responsable con sus finanzas pasa por no generar expectativas de rescate entre los incumplidores: sólo cuando ellos —y sus prestamistas— sepan que su irresponsabilidad financiera se traducirá en bancarrota, acaso empiecen a ser algo más prudentes en la gestión de su endeudamiento.