Los premios Nobel han adquirido un reconocido prestigio en las ciencias naturales. En Economía, no obstante, tiene sus más y sus menos. Entre sus últimos aciertos, los de Phelps, Prescott o Vernon Smith. Pero siempre me maravilló que se lo dieran a Joseph Stiglitz.
Este viernes se pasó por Madrid, invitado por la Fundación Atman, y dejó su poso de economía misteriosa y contradictoria. Acaso lo más chocante fuera su juicio sobre las remesas. Son importantes para el desarrollo, ha dicho. Y lo cierto es que, a diferencia de las ayudas públicas, llegan de verdad a quien las necesita y además de una forma muy barata.
Mas, aunque ayudan a mantenerse a las familias de los países pobres, no contribuyen al desarrollo si el país no favorece la creación de capital, es decir, transformar esa renta en riqueza. Y los países pobres lo son precisamente porque no favorecen esa transformación.
Acaso el bueno de Stiglitz no quisiera aburrir a la audiencia con estas razones, o acaso le sean ajenas. Pero lo que sí dijo es que era criticable la «fuga de cerebros» de los países pobres a los ricos.
Pero esa fuga se explica porque los países ricos tienen más capital y hacen el trabajo más productivo, de modo que generan una renta mucho mayor que la que podrían crear en su país, y eso acaba beneficiando al terruño de origen.
También dijo que la globalización obliga a los trabajadores más cualificados a competir con quienes lo son menos. ¿En serio? ¿Compite todo un Nobel de Economía con un porteador o un cajero? Más bien lo que ocurre es que los trabajadores con poco capital humano que van a los países ricos ayudan a profundizar la división del trabajo, desde un puesto más productivo.
Es autor de un libro que el mercado ha llevado a todos los rincones, y que es una crítica a la globalización. Su último libro es una nueva contradicción, un oxímoron, una paradoja. Propone un comercio más justo, pero no más libre. Qué cosas.