En plena destrucción acelerada de empleo, al sindicalista no se le ocurre nada mejor que proponer reducir la jornada laboral a 35 horas semanales organizadas en cuatro días. Así, se nos dice, las empresas tendrán que demandar más trabajadores para mantener su nivel de producción y el paro se reducirá.
Algunas personas parecen empeñadas en hundirnos en la miseria. A las disparatadas recetas de endeudarnos para incrementar nuestro consumo, ahora añaden la de reducir el número de horas que trabajamos. Siempre pongo el mismo ejemplo, pero no por ello su validez se desgasta: si una familia está endeudada hasta las cejas, ¿qué le recomendaríamos? Primero, que deje de acumular nuevas deudas. Segundo, que se apriete el cinturón recortando gastos superfluos. Tercero, que el dinero que ahorre lo destine en todo o en parte a amortizar la deuda. Y cuarto, si resulta necesario, que se busque otro empleo para poder ahorrar más cada mes.
El torpe razonamiento económico de muchas izquierdas y derechas apunta hacia lo contrario. Primero, si no quiere caldo de deuda, tome dos tazas. Segundo, con la nueva deuda, páguese unas ostentosas vacaciones al Caribe. Tercero, no se preocupe nunca por minorar su nivel de deuda, que suba es una buena señal. Y cuarto, a ser posible quédese en el paro o búsquese un empleo donde trabaje y gane la mitad. No sé por qué nuestros gobernantes no están sufragando una campaña institucional con estos cuatro consejos para las familias españolas al borde del embargo hipotecario. ¿Tal vez porque se tomarían como un insulto a su inteligencia lo que nuestros prohombres públicos pretenden que el Estado nos imponga a todos por ley?
No creo que sea necesario desarrollar demasiado por qué nadie en su sano juicio debería leer la entrevista al cándido Cándido buscando un atisbo de sensatez. A quien no le chirríe que la recuperación de una crisis en la que se destruye riqueza de forma masiva deba pasar por dejar de producir aun más riqueza, probablemente sea porque esté más preocupado por validar sus prejuicios ideológicos que por intentar comprender esta sencilla realidad. Y ante eso, razonar sirve de poco. Pero por si hay algún confundido de buena fe, intentaré exponer el argumento económico que se esconde detrás del sentido común.
Las compañías son organizaciones complejas que utilizan multitud de factores productivos: máquinas, edificios, materias primas, electricidad, información técnica y, también, trabajadores. El empresario contrata a los trabajadores y al resto de factores en función de los beneficios que espera obtener con su negocio. Si un factor se encarece, tratará de utilizarlo menos para evitar al máximo la erosión de sus beneficios: si la luz sube de precio, intentará ahorrar electricidad y quizá incluso se cierre alguna sección del negocio que consuma mucha.
Muchos parecen creer –siguiendo todavía a estas alturas a Marx– que el trabajador es la parte esencial de un proceso productivo y que si su precio aumenta, lo hará siempre a costa de los beneficios del capitalista: en su mente, se trata de una simple redistribución de la renta. No entienden que si el coste de los trabajadores aumenta, los empresarios tenderán a utilizarlos menos y si hace falta cerrarán ciertas líneas de negocio, como sucedía cuando subía la luz.
Pues bien, reducir la jornada laboral y mantener los salarios equivale a un incremento enorme de la retribución de los trabajadores (trabajan un 12,5% menos y cobran lo mismo). Y si el trabajo se encarece, se utiliza menos. ¿Resultado? Más paro. Que nadie sueñe con que los empresarios redoblarán las contrataciones para cubrir los huecos; puede que sea así en algunos casos (a costa, claro, de que suban los precios de su mercancía), pero en general es imposible: todos los empresarios no pueden subir todos los salarios a la vez de manera sostenida en el tiempo. En caso de implantarse una medida similar, quienes la sufrirían serían aquellos a los que supuestamente se quiere beneficiar. Pero no creo que este riesgo haga reflexionar lo más mínimo a UGT y similares, pues su objetivo nunca ha sido defender al trabajador, sino vivir del cuento con esa excusa.
Por supuesto, nada tengo que objetar contra quienes crean que el futuro pasa por reducir la jornada laboral y ampliar nuestro tiempo libre. Yo también lo creo e históricamente así ha sido. Pero todos quienes pensemos esto deberíamos ser también conscientes de que esa ampliación de nuestro ocio vendrá de la mano de unos salarios menores a los que podríamos haber percibido sin ese ajuste de jornada. El tiempo libre es un bien económico como cualquier otro y tiene sus costes, es decir, en cierto sentido pagamos por él a través de menores salarios.
Por eso mismo, a diferencia de Méndez, no creo que esa reducción de jornada deba imponerse por parte de los poderes públicos: muchos trabajadores pueden seguir prefiriendo una jornada de 40 horas a cambio de mayores sueldos y de llegar a fin de mes. Que cada cual pacte las condiciones laborales que considere más convenientes.
Ahora bien, que semejante reducción coactiva de nuestras rentas se esté proponiendo en tiempos de crisis no sólo me parece una desfachatez sino una salvajada antisocial difícilmente superable. Aunque supongo que a nuestros sindicatos ya se les ocurrirá algo.