La defensa de la secesión y de una mayor descentralización política no es patrimonio ideológico exclusivo del nacionalismo catalán.
Las últimas elecciones catalanas se saldaron con una no victoria en votos del independentismo: 47,5% de los sufragios, por debajo de la mitad de los votos que resultaría mínimamente exigible en cualquier referéndum acerca de la secesión. Es verdad que las fuerzas abiertamente contrarias a la independencia tampoco lograron mayoría de votos (Cs, PSC y PP alcanzaron un 43,5% de apoyos), pero desde luego no se aprecia, por segundos comicios plebiscitarios consecutivos, un clamor cualificadamente mayoritario a favor de la independencia entre la sociedad catalana (otro asunto es el clamor a favor de celebrar un referéndum de secesión).
La cosa cambia, empero, si desagregamos los resultados por provincias. En Lleida, JuntsXCAT, ERC y la CUP obtuvieron el 64,23% de los votos; en Girona, un 63,7%; y en algunas comarcas de Tarragona, porcentajes muy similares o incluso superiores (en el Monstià, 62,3%; en el Baix Ebre, 65,8%; en Terra Alta, 66,1%; en Ribera d’Ebre, 72%; y en Priorat, 79,1%). Es decir, en todos los territorios anteriores sí se aprecia una muy amplia voluntad de segregarse de España. Distinto es el caso, en cambio, de la provincia de Barcelona y de las comarcas colindantes de Tarragona; allí la mayoría de votantes se posiciona moderadamente en contra de la independencia: en Barcelona, las fuerzas independentistas lograron un 44% de los sufragios frente al 46% de Cs, PSC y PP; en el Baix Penedés solo cosecharon el 39,5% de los votos (frente al 51,9% del antiindependentismo) y en el Tarragonés, el 36,75% (frente al 55,21% del antiindependentismo).
Es en este contexto de fuerte segmentación territorial sobre la independencia de España en el que ha nacido la idea de Tabarnia: la propuesta de agrupación política entre la provincia de Barcelona y las comarcas tarraconenses colindantes para secesionarse de Cataluña y o bien conformar un Estado independiente o bien reintegrarse en España como una comunidad autónoma propia. Parece claro que, hasta la fecha, la idea de Tabarnia ha sido promovida con el único objetivo de meterle el dedo en el ojo al independentismo catalán: esto es, con el propósito de explotar sus contradicciones internas y, sobre todo, de amenazar con un Estado catalán independiente sin Barcelona y toda su área industrial circundante.
Sin embargo, más allá de la parodia circunstancial, la idea de Tabarnia —o de cualquier otra propuesta análoga— debería sopesarse muy seriamente. Ni España ni Cataluña son comunidades trascendentes y más valiosas que el conjunto de personas que contingentemente las conforman: España o Cataluña son marcos institucionales de convivencia que son valiosos en tanto en cuanto permitan estructurar esa convivencia entre todos sus ciudadanos. Cuando dejan de hacerlo, también pierden su utilidad y han de ser reformados. En otras palabras, los marcos institucionales no deben ser reputados ni inmutables ni indivisibles, sino adaptables a las necesidades y preferencias de sus residentes.
Según se desprende de los últimos resultados electorales, el Estado español ha dejado de servirles a muchos catalanes concentrados en Lleida, Girona y el sur de Tarragona; pero, a su vez, el Estado catalán independiente tampoco parece servirles a muchos otros catalanes concentrados en Barcelona y parte de Tarragona. Aun reconociendo las más que ciertas dificultades para extrapolar tales preferencias políticas a partir de la lectura de los votos del 21-D (por ejemplo, que algunos catalanes no quieran que Cataluña se independice de España no equivale a que estén dispuestos a independizarse de Cataluña en caso de que esta se separe de España), lo que debería resultar evidente es que no se trata de preferencias políticas inverosímiles que deban desdeñarse ‘a priori’. A la postre, las mismas buenas razones que sirven para defender la secesión catalana de España (descentralización política, extinción de la redistribución interterritorial, separación de las élites extractivas nacionales, etc.) también sirven para defender la secesión tabarniana de Cataluña.
Por ello, la defensa de Tabarnia —en realidad, de la intrasecesión, se llame esta cómo se llame— debería convertirse en parte estructural del debate territorial que inevitablemente reviviremos durante los próximos años. No con el estrecho objetivo de ridiculizar al absurdo las pretensiones del independentismo catalán, sino porque cualquier debate serio y no sesgado en beneficio de fanatismos nacionalistas ha de reconocer la posibilidad de separarse de aquellos que promueven la independencia (llegando incluso a la posibilidad de constituir enclaves territoriales). ¿Cómo reconocer, si no, el derecho de secesión a quienes pretenden conculcar el derecho de secesión de otros? El respeto a las libertades ajenas es la base moral que permite exigir el respeto a las libertades propias: derecho de secesión sí, pero condicionado al respeto de ese simétrico derecho en otros individuos o comunidades políticas menores. Reclamar el derecho a separarse de España y no reconocer simultáneamente el derecho a separarse de Cataluña es tan injusto como denegar de inicio el derecho a separarse de España.
En suma, que la parodia de Tabarnia no nos impida extraer las lecciones verdaderamente válidas del caso: la defensa de la secesión y de una mayor descentralización política no es patrimonio ideológico exclusivo del nacionalismo catalán. Al contrario: todos los nacionalismos, cuando ven peligrar la unidad de su comunidad étnica imaginaria, se vuelven furibundamente centralistas y antisecesionistas. Es ahí cuando toca defender el derecho de secesión y autoorganización política frente al nacionalismo: en este caso, el derecho de Tabarnia frente al de una Cataluña esencialistamente unificada por el nacionalismo catalán.