Debemos ser críticos con la pretensión de que la ciencia ya está establecida y debemos poner draconianas restricciones sobre la sociedad mundial en su nombre.
El nuevo director de la agencia medioambiental americana, Scott Pruit, provocó una tormenta mediática cuando en una entrevista televisiva se mostró dubitativo sobre el papel del CO2 en el clima. «Medir con precisión la influencia humana en el clima es extremadamente difícil», afirmó. «No creo que el CO2 sea la principal causa del calentamiento global observado, pero no lo sabemos aún. Necesitamos continuar debatiendo, revisando y analizando». Para qué quieres más. Negacionista lo llamó el Washington Post y políticos varios pidieron su cabeza. Como si Trump no lo hubiera elegido precisamente por ser escéptico.
El problema es que, mientras se llevaban las manos a la cabeza, a nadie se le ocurrió contradecir el principal mensaje de Pruitt, esto es, que no sabemos suficiente aún. Si la ciencia está ya establecida, como nos aseguran, sin duda podríamos contestar, sin asomo de duda, a una sencilla pregunta: ¿qué porcentaje del aumento de las temperaturas es debido a la actividad humana? El problema es que no existe respuesta a esa pregunta, y cuando se les presiona sobre ese punto intentan evadir la cuestión o acaban dando contestaciones ridículas. Y en algunos casos, como el del divulgador Bill Nye a preguntas de Tucker Carlson, las dos cosas:
Al final, presionado por Carlson una y otra vez, Nye hace la ridícula afirmación de que el clima hoy sería similar al de 1750 sin la actividad humana, lo que convertiría a estos últimos dos siglos y medio en el único caso conocido de completa estabilidad climática. En los ridículos estudios que se hacen para convencernos de que el 97% de los científicos están de acuerdo con el dogma alarmista, la pregunta suele ser algo parecido a si creen que al menos el 50% del calentamiento es culpa nuestra. El problema, claro, es que un gran porcentaje de los escépticos respondería que sí a eso. Porque no existe ninguna razón científica incontestable para optar por uno u otro porcentaje, de modo que el desacuerdo incluso entre los alarmistas es enorme.
La teoría oficialista del cambio climático es una cadena con un buen número de eslabones, todos los cuales deben ser ciertos para que la teoría completa lo sea. Simplificando, vienen a ser que la temperatura ha aumentado en las últimas décadas, que es una subida sin precedentes, que también lo ha hecho la concentración de CO2, que el CO2 tiene un efecto directo sobre las temperaturas, que ese efecto se ve amplificado por otros procesos atmosféricos, que sabemos cuantificar esos efectos y hacer modelos que predigan el clima, que sabemos qué efectos provocará ese incremento de temperaturas sobre el nivel del mar, la fuerza de los huracanes o incluso los flujos migratorios y que prevenir ahora reduciendo las emisiones sale más a cuenta que adaptarse cuando realmente tengamos un problema.
Basta con dudar de cualquiera de estos eslabones para que te descalifiquen como «negacionista» y te acusen de negar evidencias como la subida de temperaturas o los efectos directos del CO2. Es decir, aquello en lo que todo el mundo sí está de acuerdo, porque son datos observables o procesos probados teóricamente y comprobables experimentalmente. Pero la discusión real no está ahí, y quien pretenda llevarla a ese terreno no está sino incurriendo en la falacia del hombre de paja. La mayoría de los escépticos se llaman a sí mismos tibios, porque aunque creen que la temperatura ha aumentado principalmente por las actividades humanas, no creen que vaya a subir demasiado ni consideran que las consecuencias vayan a ser desastrosas.
Y el principal argumento en el que se basan los tibios es que las «abrumadoras pruebas científicas» que se manejan no responden al método científico y son poco más que suposiciones más o menos bien fundamentadas de los científicos del clima. Porque, al final, el núcleo central de la discusión se encuentra en el mismo sitio que hace quince años, cuando escribí por primera vez sobre este asunto: los modelos climáticos que nos dicen que en unas décadas poco menos que vamos a morir todos. En el clima influyen variables como la formación de las nubes, la deforestación, la reforestación, ciclos oceánicos como El Niño y La Niña, las partículas en la atmósfera, los gases de efecto invernadero, los ciclos solares, los cambios en el uso agrícola de la tierra, las corrientes marítimas, la actividad volcánica y un montón más, entre las que olvido y las que no incluyo por no aburrirles. Un modelo que quiera predecir el clima debe tenerlas en cuenta todas, o casi todas, porque a largo plazo algunas pueden en principio obviarse. No conocemos lo suficientemente bien cómo se comportan muchas de ellas, y menos aún sus interacciones. De ahí que tampoco haya que ser demasiado duro con el hecho de que los modelos no predigan correctamente la temperatura: lo raro es que lo hicieran.
Pero con lo que sí debemos ser críticos es con la pretensión de que, a pesar de lo mucho que ignoramos, la ciencia ya está establecida y debemos poner draconianas restricciones sobre la sociedad mundial en su nombre. Los augures romanos al menos mostraban las tripas de los animales que usaban para hacer predicciones. Los científicos del clima, en cambio, no muestran el código y las fórmulas que emplean para construir sus modelos. Y en función de un programa informático desconocido que funciona a base de muchas más incógnitas y factores corregidos a mano que de certezas nos quieren convencer de que somos «negacionistas» y de que estamos «en contra de la ciencia». Venga ya. Scott Pruit no se lo traga, y es normal. Lo absurdo es que usted lo haga.