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Por qué el socialismo no puede funcionar

Publicado en Libertad Digital

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…donde básicamente sostenía que las economías comunistas estaban condenadas a fracasar ante la imposibilidad de realizar una asignación racional de los recursos. Si la Revolución había prometido que al terminar con la explotación del hombre por el hombre y al emancipar al proletario de la dictadura del capital, viviríamos en una época de abundancia sin precedentes, Mises simplemente se dedicaba a poner el dedo en la llaga: el socialismo no sólo es incapaz de conocer cuáles son las necesidades humanas, sino que sobre todo desconoce cuál es la mejor manera para satisfacerlas.

Sin precios de mercado, frutos del intercambio voluntario entre propietarios, proyectos técnicamente viables como construir las vías de ferrocarril de oro y el tendido eléctrico de plata o concentrar a todos los trabajadores en la producción de acero desatendiendo la de comida, dejaban de ser económicamente absurdos. Sólo porque contamos con precios, costes, tipos de interés, beneficios y pérdidas, los seres humanos podemos coordinar nuestras actividades en un esquema amplio de división del trabajo. El dirigismo, la organización centralizada, los planes quinquenales… todo ello estaba condenado a empobrecer masivamente a aquellas personas que pasaban a convertirse en peones del comité ingenieril. Y ahí está la historia para avalar cuanto Mises ya supo ver hace casi un siglo.

Por supuesto, los economistas socialistas no se quedaron de brazos cruzados. Como buscando validar su idea del polilogismo de clases, retorcieron tanto como pudieron los argumentos para tratar de conservar la ficción de que las economías socialistas sí podían funcionar y de que, por tanto, sus despóticos regímenes debían sobrevivir. Básicamente, su razonamiento pasaba por afirmar que en el socialismo podían reproducirse algunas condiciones propias del libre mercado que permitirían en última instancia el cálculo económico: socialismo de mercado o solución competitiva, lo llamaron.

Aparte del hecho tirando a ridículo de que los socialistas quisieran erradicar un sistema económico –el libre mercado– para admitir más tarde la necesidad de aproximarse tanto como fuera posible a ese mismo sistema económico, Mises siempre rechazó estas piruetas retóricas señalando que el capitalismo no es un juego al estilo del Monopoly o del parchís: los empresarios, los especuladores, los market makers o los capitalistas no eran niños aburridos quemando las horas ociosas en un tablero donde las cartas y las fichas se habían repartido por azar previamente. En el capitalismo los agentes se juegan su dinero, el dinero que han logrado satisfaciendo las necesidades de los consumidores, y ese aspecto esencial del sistema no puede reproducirse en ningún otro a menos que reconozca la propiedad privada y por tanto finiquite el socialismo.

El caso de Miguel Sebastián y la energía solar es un ejemplo bastante ilustrativo de este último punto. El ministro de Industria lleva meses tratando de recortar las primas a esta fuente renovable, consciente de la ruina que supone. La decisión de Sebastián no sólo me parece acertada, sino que debería haberse adoptado hace más de un lustro. El despilfarro de 30.000 millones de euros en las renovables –y especialmente en la solar– ha impedido que esos recursos se utilizaran en otras áreas más productivas de la economía y ha destruido más de 100.000 empleos.

Conviene preguntarse si Sebastián o Zapatero, en caso de haber invertido su propio dinero, hubiesen mantenido durante tantos años una apuesta tan absurda como la de las renovables. ¿Qué habría pasado si alguno de estos personajillos hubiese visto cómo todo su patrimonio desaparecía en un proyecto tan ruinoso como éste? Pues que voluntaria –por preocupación– o involuntariamente –por agotamiento del dinero– el despilfarro de recursos habría terminado mucho antes. Difícilmente podemos desligar la irresponsabilidad cometida del hecho de que Sebastián y ZP jugaran con el dinero de los demás.

Pero el punto crítico para comprender la imposibilidad del socialismo no es éste. Ni siquiera es necesario que recordemos que si podemos saber que las renovables son un despilfarro masivo es porque contamos con distintos costes (precios) para la energía. Lo esencial es que nos planteemos si, por absurdo que nos parezca, Sebastián podría estar equivocándose. Es decir, ¿qué sucedería si nos encontráramos a las puertas de un adelanto tecnológico en la solar de tal calibre que permitiera reducir a su mínima expresión los costes energéticos pero que fuera abortado por el recorte de la inversión que planifica Sebastián? En efecto, todos los empresarios visionarios comienzan perdiendo grandes cantidades de dinero hasta que sus productos triunfan y se generalizan en el mercado. ¿Cómo sabemos que no convendría seguir invirtiendo en la solar?

Simplemente no lo sabemos. Somos conscientes de que hasta ahora ha fracasado, pero no podemos conocer un futuro no predeterminado y sobre el que debe especularse. Para ello, contamos con un ámbito de experimentación descentralizado, el mercado, donde cada cual compara su expectativa de éxito con el dinero que le resta para alcanzarla: si triunfa ganará muchísimo dinero y si fracasa, lo perderá. Estoy seguro de que hoy mismo hay multitud de empresas privadas que mantienen sus líneas de investigación para desarrollar una energía solar asequible, pese a que Sebastián ya haya (por suerte) desistido.

Es esta decisión de cada propietario poniendo en riesgo sus ahorros para concebir, seleccionar, iniciar, mantener o abandonar alguno de los billones de proyectos productivos técnicamente viables la que es del todo insustituible. Sebastián y todos los planificadores sociales juegan a empresarios; otros son empresarios. No sólo pueden captar todos los recursos que necesiten para dar forma a sus fantasías, sino que pueden permitirse el lujo de fantasear al margen del resto del mercado. Las locuras impensables en un sistema competitivo con propiedad privada se convierten en norma en un régimen sin la misma. Por eso el socialismo degenera siempre en una ruina colectiva al servicio de la megalomanía personal.

Juan Ramón Rallo es jefe de opinión de Libertad Digital, director del Observatorio de Coyuntura Económica del Instituto Juan de Mariana, profesor de economía en la Universidad Rey Juan Carlos y autor de la bitácora Todo un Hombre de Estado. Ha escrito, junto con Carlos Rodríguez Braun, el libro Una crisis y cinco errores donde trata de analizar paso a paso las causas y las consecuencias de la crisis subprime.

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