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Por qué la Iglesia Católica no sabe cómo luchar contra la pobreza

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Ojalá que más de dos mil años de continuados fracasos en la tarea de erradicar la pobreza le hayan servido a la Iglesia para comprender que una cosa (muy encomiable) es asistir a los pobres y otra muy diferente erradicar la pobreza.

Lamento que algunos no hayan entendido mi artículo «El Papa y la pobreza».

Yo no fustigo al Papa ni arremeto contra la Iglesia. ¿Por qué habría de hacerlo si no son mis adversarios y tengo una multitud de amigos cristianos? El Papa me parece un señor bondadoso y ocurrente, aunque hubiera preferido que hubiese recibido a las Damas de Blanco y estuviera más decididamente junto a quienes en Cuba piden libertades políticas. Por otra parte, creo que la Iglesia Católica, hechas las sumas y restas, es una institución que ha sido beneficiosa para Occidente. Nuestro mundo no se explica sin esa huella moral judía, trenzada, además, con la civilización greco-romana de donde procedemos.

Tampoco se me ocurriría calificar a Bergoglio de comunista por decir las cosas que a veces afirma. Los papas dicen cosas tremendas. Pero repetir la frase de San Basilio («El dinero es el estiércol del demonio»), como hace Francisco con frecuencia, o afirmar que el capitalismo mata (Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium) me parece un provocador exceso que no contribuye al mejor debate sobre la miseria humana.

No entro en cuestiones religiosas, ni en lo que afirman los evangelistas que Cristo dijo, porque no fui tocado por la gracia divina de la fe. Declaro mi absoluta perplejidad en esta materia. No tengo la menor idea de si Dios existe o no, lo que me lleva a respetar todos los credos, pero ni contenido de los Evangelios, ni el del Corán, ni el de los cuatro Vedas ni el de cualquier otro libro sagrado me resultan argumentos inapelables, aunque algunos los consideren verdades reveladas.

Naturalmente, si Dios existe y está pendiente de lo que los seres humanos hacen, dicen o creen en este remoto y diminuto lugar del inmenso universo, con el objeto de premiarlos o castigarlos en la vida eterna, todo es posible, incluida la existencia de ángeles y demonios, del purgatorio, de las 72 huríes vírgenes que aguardan a los viriles e infatigables yihadistasmusulmanes en el paraíso, o de la reencarnación en la que creen los practicantes del hinduismo.

No obstante, si Dios no existe, todas las religiones son falsas, aunque seguirían siendo útiles como un factor social cohesivo, siempre y cuando no traten de imponer su exclusividad por métodos violentos.

Esa es la humilde esencia de la posición de los agnósticos. No sabemos y, por lo tanto, no negamos (como los pesimistas ateos) y no afirmamos (como los creyentes convencidos).

Segunda lectura

En una segunda lectura de mi artículo, sospecho que mis detractores comprenderán lo que he querido decir: la Iglesia ha practicado la caridad desde sus comienzos, y eso está muy bien, pero si se trata de erradicar la pobreza, o reducirla sustancialmente, el modo de lograrlo es creando las condiciones para que el conjunto de la sociedad, mediante el trabajo, consiga crear las riquezas que ello requiere.

Ese fue el camino tomado por varias naciones en la segunda mitad del siglo XX, como sucede con los cuatro dragones o tigres asiáticos –Taiwán, Singapur, Hong Kong o Corea del Sur– o con Israel, el «tigre semita», como le ha llamado un periodista.

Pero para crear riquezas hacen falta empresas exitosas que generen bienes y servicios apreciados por los consumidores, y ese complejo fenómeno suele ser el resultado de una delicada combinación cultural entre la prevalencia de la ética de la responsabilidad, el impulso de los emprendedores, una mano de obra calificada, las necesidades del mercado, la existencia de una tensa competencia que mejora la calidad de la oferta, los recursos disponibles y la actitud y hospitalidad de la sociedad expresadas en su sistema político, en su modelo económico y en el modo con que perciben y tratan a los triunfadores.

La experiencia, y no los dogmas, nos han enseñado que ese fenómeno ocurre mejor en donde coinciden la democracia, el ejercicio crítico de la libertad, el mercado y los derechos de propiedad, como sucede en esos 25 países que menciono en mi artículo. Es en esa atmósfera donde germina la riqueza de una manera más rotunda y decidida.

Es obvio que ese proceso de enriquecimiento individual y colectivo es imperfecto y está sujeto a marchas y contramarchas, a catástrofes naturales y a las creadas por el hombre, o a hallazgos e innovaciones que cambian el curso de los saberes y quehaceres, pero esa fórmula ha probado ser mucho menos mala que las otras empleadas hasta la fecha.

Por supuesto que el mercado también es imperfecto y hace o destroza fortunas, y la codicia crea burbujas que devoran grandes sumas de capital, pero, como sostenía Joseph Schumpeter, es gracias a ese «fuego creador» que la sociedad avanza en busca del progreso. Es verdad que el mercado, por decisión de los consumidores, incineró a Kodak, pero sus cenizas sirvieron para abonar a Apple o a Samsung. En todo caso, es preferible la actuación del mercado que la decisión de los comisarios.

Obviamente, sé que el mercado redunda no en el «bien común», porque, gracias a la lectura de ese enorme pensador que fue –murió hace un par de años– el premio Nobel de economía James M. Buchanan, aprendí que, salvo en contadas excepciones, el bien común no existe, y los funcionarios electos o designados, que son como la mayor parte de la gente, invariablemente tomarán sus decisiones en defensa de sus intereses y de su clientela política.

Cuando el Papa define que la dignidad de las personas se nutre de al menos tres tes (techo, tierra y trabajo), elementos a los que califica comoderechos, supongo que Su Santidad Francisco será consciente de que está repartiendo bienes futuros, todavía no creados, que cuestan una considerable cantidad de recursos y deben ser aportados o transferidos por otros trabajadores.

Si realmente existe el derecho a poseer una vivienda, los trabajadores, por medio del gobierno, deberán proporcionársela a toda persona o familia que quiera ejercer ese derecho, un esfuerzo considerable si tomamos el precio medio de 50.000 dólares por unidad.

Si todas las personas tienen derecho a la tierra sucede algo parecido, pero aún más complicado, porque el Papa ni siquiera define el tamaño, la calidad y la ubicación.

Pero donde todavía es más absurda la propuesta es en el tema del derecho al puesto de trabajo. ¿En qué empresa y para servir a cuáles clientes? Y si no hay beneficios, ¿cómo se mantiene esa empresa y cómo paga los salarios?

Para que haya puestos de trabajo es indispensable que existan empresas privadas o públicas que los generen, pero para que ello sea posible esos empleos deben ser, cuando menos, necesarios y rentables.

En las sociedades comunistas, como la cubana o la soviética de donde aquélla procedía, había pleno empleo y se respetaba el derecho al trabajo, pero lo que realmente sucedía es que las personas engrosaban innecesariamente las plantillas de las empresas, hundiendo paulatinamente el aparato productivo, reduciendo, en la práctica, el salario real de los trabajadores porque no realizaban una actividad laboralmente beneficiosa. Recibían un salario, pero no tenían un verdadero empleo.

Claro, el Papa o la Iglesia pueden alegar que cuando hablan de derechoslo hacen para alertar a la sociedad sobre las necesidades de los pobres, pero lo que transmiten no es una advertencia razonable, sino un mensaje de lucha de clases que conduce a la frustración y a la certeza de que los que han conseguido vencer la pobreza y acumular bienes son unos canallas avariciosos que mantienen deliberadamente en la miseria a una parte sustancial de sus conciudadanos.

Es una lástima que el papa Francisco no conozca el prólogo que José Martí escribió a los Cuentos de hoy y de mañana, de Rafael de Castro Palomino. De ahí extraigo este breve párrafo:

Pero los pobres sin éxito en la vida, que enseñan el puño a los pobres que tuvieron éxito; los trabajadores sin fortuna que se encienden en ira contra los trabajadores con fortuna, son locos que quieren negar a la naturaleza humana el legítimo uso de las facultades que vienen con ella.

El gasto social

En todo caso, una institución como la Iglesia, que (al margen de difundir su respetable hipótesis de que Jesús es el Hijo de Dios y regresará a juzgarnos) justifica su existencia en el ejercicio de la caridad, su principal tarea, siempre sostendrá la tendencia a creer que la calidad moral de una sociedad y el gobierno por ella segregado se mide por la intensidad del gasto social y el compromiso con los menos favorecidos, pero sucede exactamente lo opuesto.

Una sociedad perfecta (que no ha existido ni existirá nunca) sería aquella en la que el gasto social sería cero, y la caridad y la compasión no resultarían necesarias, porque todas las personas y todas las familias podrían ganarse el sustento y costear una razonable calidad de vida con el producto de su trabajo.

Como sabemos que siempre habrá personas enfermas, desvalidas, o intelectual y emocionalmente incapaces de ganarse el sustento y contribuir al mantenimiento de ellas y de sus familia, es indispensable y moralmente justo que el conjunto de la sociedad les eche una mano, pero hay formas inteligentes de hacerlo sin crear lazos perpetuos de dependencia y sin convertir esas ayudas en formas de clientelismo.

Ojalá que más de dos mil años de continuados fracasos en la tarea de erradicar la pobreza le hayan servido a la Iglesia para comprender que una cosa (muy encomiable) es asistir a los pobres y otra muy diferente erradicar la pobreza. En eso estamos todos.

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