Solo hay dos formas de incrementar la renta per cápita de una sociedad: trabajando más o con mayor productividad.
Solo hay dos formas de incrementar la renta per cápita de una sociedad: o aumentando el número de horas totales durante las que se fabrican bienes y servicios o incrementando el número de bienes y servicios fabricados por cada hora trabajada, es decir, o trabajando más o con mayor productividad. A largo plazo, claro, los estándares de vida de cualquier sociedad solo mejoran sostenidamente por este segundo canal: la cantidad máxima de horas que pueden trabajar los individuos de una sociedad está materialmente limitada, de modo que solo nos queda elevar la productividad.
Mayor calidad de vida requiere de mayor productividad pero, y aquí está el problema, la productividad de la economía española —y de otras economías del sur de Europa— lleva estancada 20 años. El PIB real (descontando inflación) por hora trabajada en España apenas ha crecido un 0,1% por año entre 1995 y 2015 (y la mayor parte de la mejoría se dio durante la crisis). En cambio, en otras economías como EEUU o Alemania, esta se ha expandido a ritmos de entre el 1,1% y el 1,4% anual. La cuestión, claro, es por qué.
Un grupo de economistas considera que el estancamiento de nuestra productividad se debe a que la entrada de capitales que experimentamos desde nuestra entrada en el euro se concentró en las empresas menos eficientes de nuestra economía: es decir, que las compañías que se expandieron y que pasaron a administrar un mayor volumen de factores productivos fueron justamente aquellas que los administraban peor. Nuestro PIB, pues, se inflamó por el lado más improductivo.
Otro grupo de autores, en cambio, sugiere una hipótesis diferente (no necesariamente incompatible con la anterior): la mala calidad de los equipos directivos españoles habría frenado que nuestras empresas aprovecharan todo el potencial de las nuevas tecnologías de la información. Este es precisamente el argumento que han desarrollado recientemente los economistas Fabiano Schivardi y Tom Schmitz: de acuerdo con estos autores, la menor penetración de las nuevas tecnologías derivada de la mala calidad de los directivos españoles explicaría aproximadamente la mitad de la divergente evolución de nuestra productividad respecto a la de Alemania entre 1995 y 2008. ¿Y por qué razón?
En esencia, porque la mala calidad de los equipos directivos españoles obstaculizó que nuestras empresas sacaran todo el partido posible a la incorporación de nuevas tecnologías o, incluso, impidió que muchas de ellas las incorporaran; a su vez, esa menor penetración tecnológica también redundó en una menor demanda empresarial por trabajadores altamente cualificados y, por tanto, en una menor prima salarial para esos trabajadores bien formados, los cuales terminaron emigrando hacia otros países europeos con mejores prácticas directivas y, por tanto, con un mayor aprovechamiento de las nuevas tecnologías y, por ende, mayores salarios para el personal cualificado. El primer efecto (baja e ineficiente adopción de las nuevas tecnologías) es, en todo caso, mucho más importante que el segundo (emigración del personal cualificado) a la hora de explicar el estancamiento de nuestra productividad.
Es decir, un grupo de economistas sostiene que España no ha sido capaz de aprovechar la enorme entrada de capital experimentada durante las últimas décadas y otro grupo postula que no hemos podido sacar partido de las nuevas tecnologías. ¿Cómo íbamos a aumentar nuestra productividad si los dos principales motores de la misma (acumulación de capital y progreso técnico) se han gripado? De hecho, como decíamos, estas dos explicaciones apuntan a un mismo problema común: nuestra estructura regulatoria protege las compañías ineficientes de la competencia e impide que sean desplazadas o absorbidas por otras empresas más eficientes y con mejor calidad directiva.
Es esta esclerotización derivada de la regulación mercantilista la que explica, por un lado, que la fortísima entrada de capitales que experimentamos al inicio del presente siglo se dirigiera predominantemente a empresas improductivas (pues estas empresas estaban sobrerrepresentadas dentro de nuestro tejido productivo por cuanto las normativas anticompetitivas las protegían frente al empuje de otras compañías más eficientes) y, por otro, que las empresas con mejores equipos directivos no hayan ocupado la posición de las empresas con peores equipos directivos, ralentizando con ello la incorporación de las nuevas tecnologías.
Siendo así, la principal vía para aumentar nuestra productividad y nuestros estándares de vida pasará necesariamente por las tan mentadas reformas estructurales que, por un lado, flexibilicen el mercado de factores productivos (trabajo, energía, suelo, etc.) y, por otro, dinamicen la competencia entre empresas para que las eficientes puedan crecer y las ineficientes se reconviertan o desaparezcan. Mientras esas reformas estructurales no lleguen, podremos seguir acumulando capital o fomentando la adopción de nuevas tecnologías, pero con ello solo conseguiremos perder tiempo y recursos: justo eso es lo que nos ha sucedido desde 1995.