La ministra de Medio Ambiente, Cristina Narbona, ha propuesto que los ayuntamientos apliquen tarifas crecientes en diferentes tramos, a partir de los 60 litros por persona y día. El objetivo es claro: limitar el consumo a los usos más urgentes.
No es la peor de las ideas que puede salir de ese Ministerio, pero las hay mucho mejores. La tarifa es un precio falso, un mal reflejo de lo que haría un mercado en libertad. ¿Por qué no, entonces, introducir verdaderos precios?
El agua es un bien escaso, y por tanto un buen candidato para el mercado. No hace mucho Luis Alberto Moreno, presidente del Banco Interamericano de Desarrollo, explicaba en un artículo en el Wall Street Journal cómo los empresarios han llevado agua de calidad y a buen precio incluso a las áreas más pobres de Iberoamérica; a las que no llega el agua pública. Si es así entre los más pobres, ¿cómo no hacerlo en un país rico pero deficitario en agua?
La mayoría del agua se la bebe el campo, donde se pierde mucho líquido por mala gestión y falta de infraestructuras. Si los dueños y gestores del agua tuvieran interés en sacar del líquido el mejor provecho, las fugas se reducirían notablemente y tendríamos más aguas para usos muy necesarios.
Los precios, a diferencia de las tarifas, se ajustan automáticamente a la escasez relativa del bien, con lo que subirían cuando hay sequía, fomentando el ahorro, y daría un respiro al bolsillo en época de abundancia. La diferencia de precios entre regiones crearía oportunidades de beneficio para los trasvases, y sólo se harían si fueran económicamente eficientes. Por último, el enfrentamiento regional desaparecería, porque el dinero fluiría en sentido opuesto al agua. Todos saldrían ganando, que ese es el principio del intercambio.