En cuestión de días, millones de hogares del mundo se han familiarizado con Terri Schiavo, su penoso estado, y la batalla legal y política que se ha producido en torno a la decisión de mantenerle artificialmente la vida o dejar de hacerlo. Muchas cuestiones se han discutido, como la crueldad de la muerte que le espera si se le desconecta, la legitimidad de su marido o de los padres de tomar la última decisión, el valor de la vida, el verdadero estado de Terri o los motivos detrás de la iniciativa de George W. Bush de crear una ley para que Terri Schiavo pueda seguir enchufada a una máquina, como sus padres desean.
No obstante yo me fijaré en un aspecto al que quizá no se le ha prestado la atención que merece, y es la cascada de decisiones políticas y judiciales que han llevado el caso hasta donde está. Hablamos de algo más que la vida de Terri Schiavo, que aunque importante, incluso estando mermada, no puede impedirnos apreciar que está en juego también la salud institucional de la democracia más antigua del mundo. Quizás esto último parezca exagerado, ya que estamos hablando, al fin, de un caso privado y que afecta a un número muy limitado de personas. Pero si vemos el asunto con más perspectiva podemos entender que las implicaciones de este asunto van mucho más allá.
Los datos básicos del caso son ya de sobra conocidos. Terri lleva doce años conectada a una máquina en un estado vegetativo que para muchos, para la mayoría, es irreversible. Sus padres luchan para que no se desconecte a la mujer de 41 años, mientras que su marido, que en este tiempo ha rehecho su vida, reclama el derecho de tomar la última decisión al respecto.
La corte del Estado de Florida dio la razón al marido de Terri, Michael, por lo que ella fue desconectada en 2001, reconectada de nuevo y tras desestimarse la apelación en 2003 vuelta a desenchufar. Entonces el Parlamento de Florida aprobó la Ley de Terri que permitía al Gobernador Jeb Bush intervenir y paralizar la desconexión. Una ley que luego sería declarada inconstitucional. Es en las última semana cuando todo se ha acelerado, ya que el viernes, 18 el juez estatal de Florida falla a favor del marido y ordena que se cumpla el deseo de éste de desconectar a Terri. En un movimiento de extraordinaria rapidez, la Cámara de Representantes aprueba el lunes siguiente una ley que otorga a los padres de la mujer tomar la decisión contraria. Finalmente la Corte Suprema de Florida ha rechazado la autoridad federal, ha restituido el derecho del marido e incluso los padres han renunciado a hacer nuevas alegaciones, a la espera de que se produzca el final desenlace.
Lo que resulta preocupante de todo este asunto es, en primer lugar, el intento por el Parlamento de Florida de entrometerse en una decisión judicial (han intervenido nada menos que 19 jueces en este asunto) aprobando una ley ad hoc. Ya sufrimos en España un caso homólogo en el asalto a Rumasa. Y en segundo lugar el intento de hacer lo mismo por las instituciones federales. En este caso se añade la intromisión del gobierno central en un asunto de ámbito estatal.
El menoscabo de los derechos de los Estados a favor del poder federal ha sido una trágica constante en la historia de los Estados Unidos. Pero siempre se había operado por argucias jurídicas. Unas elaboradas desde las alturas de mentes como Hamilton con su tramposa teoría del poder implícito, o la del Juez Marshall de la Corte Suprema. La mayoría consisten en burdos intentos de retorcer el lenguaje hasta el ridículo, con tal de matar el espíritu de la ley a puñaladas literales. Como interpretar como “comercio interestatal” la producción agrícola para consumo propio. Pero, en cualquier caso, siempre se ha recurrido a algún expediente, por muy falso que resulte en principio. Aquí ni siquiera lo hemos visto, fuera del mero deseo, siempre comprensible, de salvar una vida.
Pero el Derecho no debe atender a los deseos personales. Ni debe torcerse para alcanzar ciertos resultados concretos por muy justos o beneficiosos que nos parezcan. Friedrich. A. Hayek siempre ha recordado, junto con muchos otros, que la ley, para ser justa, ha de tener un carácter general. Y que no se pueden hacer excepciones basándose en juicios sobre la mayor o menor conveniencia de que se aplique en tal o cual caso, porque de ese modo se aniquila la misma idea de la justicia. Es precisamente ese el sentido de otorgar ceguera a la justicia.
Y por lo que a los derechos de los Estados en USA se refiere, la cuestión es del máximo interés. Porque el que éstos mantengan sus poderes supone un contrapeso que frenaría la acumulación del poder en el gobierno central. Los Padres Fundadores jamás previeron el inmenso poder de las instituciones federales y de hecho nunca hubieran bendecido muchos de los poderes del gobierno central que hoy tomamos como indisolubles. Pienso en la Reserva Federal (1913), el impuesto sobre la renta (1913) u otros.
Ese aumento del poder federal ha ido paralelo al derrumbe del Estatal en derechos tan decisivos como el de anulación o el de secesión, tras la Guerra Civil. En esta materia la hipocresía de republicanos y demócratas es total, ya que los últimos se han apuntado al carro de la defensa de los derechos de los Estados, mientras que en el caso de Roe vs Wade, que instituye el de abortar como derecho federal (pese a no venir en la Constitución) han optado por lo contrario, aunque nunca del lado de la defensa de la vida.
Aunque se pueden señalar todavía más incongruencias por el lado progresista, quiero destacar la hipocresía de los conservadores que se han saltado su tradicional defensa de los derechos de los Estados por un asunto que choca con otros valores morales que también comparten. Y un último apunte. Aunque George W. Bush podría poner en marcha una auténtica revolución liberal en las pensiones que, aunque limitada, contribuiría en el futuro a reducir el peso del Estado, también ha adoptado otro tipo de medidas que en demasiadas ocasiones van en el sentido contrario y que, desde una óptica liberal, merecen ser censuradas.