Recuerdo que encontraron serios problemas para encontrar una casa. Es cierto que el mercado de alquiler es allí muy duro y que no es infrecuente para los inmigrantes tener que adelantar seis, y hasta ocho meses de renta para poder acceder a un hueco en la gran manzana. Pero este no era el problema a que se enfrentaban nuestros amigos.
Los caseros eran renuentes a alquilarles precisamente por el hecho de que él trabajara en una embajada. Gozaba de inmunidad diplomática y si quisiese podría dejar de pagar; nada podría hacer el dueño para hacer cumplir el contrato. Es más, los dueños no tenían que recurrir a la imaginación para plantearse esa situación, sino a la memoria. Había ocurrido varias veces, aunque, claro está, jamás con un diplomático español.
Cuando me contó sus dificultades para encontrar piso me acordé de Bruno Leoni. En su libro La libertad y la ley (para el que inventaría nuevas palabras si fuese necesario con tal de recomendar su lectura), cuenta un caso homólogo, aunque de una época y de un lugar muy alejados. Fue uno de esos tropezones del Derecho Romano que le hicieron crecer a base del viejo método de la prueba y el error. Es, al fin, un derecho consuetudinario, que recoge el poso de la experiencia de siglos, destilado por el buen sentido y la sabiduría de los jurisconsultos.
Lo que ocurrió, según cuenta Leoni, es que los romanos observaron que la opinión de las mujeres, que tenían en sus manos una parte importante de la propiedad, era mudable. Y decidieron concederles el privilegio de deshacer un contrato si, después de haberlo firmado, cambiaban de parecer. Lo que ocurrió fue que nadie, y no sólo los hombres, quería firmar un contrato con ellas.
Se ve que en ocasiones los privilegios resultan contraproducentes.