El votante de izquierdas está engrosando el caladero de votos de la ultraderecha.
En una sociedad liberal, qué idea deba asignarse a cada epíteto político no tiene ninguna relevancia. ¿Es el pensamiento de Pablo Iglesias comunista? ¿Qué puede considerarse “verdaderamente liberal”? Defender el matrimonio entre homosexuales, ¿te incapacita para ser ultraderecha? En una sociedad libre, este juego nominalista sirve para entenderse o para confundir, pero nada más. Como no vivimos en una sociedad plenamente libre, la definición ideológica tiene la máxima importancia. En particular, la cuestión de qué es la ultraderecha.
En España, esta ha sido siempre una cuestión muy importante a pesar de ser la única gran democracia sin un partido de ultraderecha sentado en el Parlamento. Ahora lo es con más motivo, merced al éxito de Vox en la política nacional.
Ese debate está de actualidad en Portugal, con la irrupción de Chega. El diario La Razón dice de su líder, partidario del aborto y del matrimonio entre homosexuales, que es “ultraderechista”. Si un periódico de derechas llama así a André Ventura, es que necesitamos definir qué ideas hay que marcar con la cruz blanca, como en las casas de los pueblos inficionados por la peste, y llamarlas “ultraderecha”.
Sabemos, por ejemplo, de Bildu no pertenece a la ultraderecha. Y lo sabemos porque Bildu defiende la lucha contra el cambio climático, la adopción de medidas extraordinarias contra la violencia doméstica, y conseguir objetivos políticos por medio del asesinato, el secuestro y la extorsión. Todo ello permite que hoy, paulatina pero inexorablemente, forme parte del sistema político español en pie de igualdad con otros partidos políticos. No ya desde el punto de vista legal, sino de la aceptación por parte de otros partidos que son parte axial de nuestro sistema. Lo que le hace miembro pleno del juego político es la aceptación por parte de los otros actores, y la sanción de la prensa.
En realidad, parecería que todo lo que esté a la izquierda no podría ser ultraderecha. Pero históricamente la verdad es exactamente la contraria. Lo que tradicionalmente llamamos ultraderecha es al fascismo y al nacional socialismo, que eran movimientos que buscaban nacionalizar las ideas socialistas. Pero hoy ese criterio no parece funcionar; de otro modo no tendría sentido que sean los más nacionalistas y los más socialistas quienes con mayor ahínco claman contra la ultraderecha.
Si miramos a los partidos que entran dentro de esta denominación, hay partidos de toda laya. Vox es (no se sabe por cuánto tiempo) liberal en el gasto público y los impuestos, pero quiere un control estricto de la inmigración y del comercio internacional. El Estado, como epítome de la nación y depositario de su soberanía, debería recoger su unicidad en una unidad administrativa, y por tanto acabar con los gobiernos regionales. Critica las leyes ideológicas y reafirma los principios generales del Derecho, pero exuda una condena, entre moral y estética, a la homosexualidad y a otras formas de vida en familia alejadas de su ideal, un tanto estereotipado. Pero hay otros partidos llamados de ultraderecha que basan sus posiciones, a favor de la expulsión de parte de la comunidad musulmana y el sometimiento del resto al derecho común, en la defensa de libertades como la sexual.
Unos partidos considerados ultraderechistas son xenófobos e incluso racistas, y de otros no se puede decir nada así sin deformar gravemente su posición. Unos son liberales en materia económica, y otros son grandes defensores del Estado de Bienestar, porque es el gran argumento a favor de controlar las fronteras. Al mismo tiempo, unos son partidarios del libre comercio, y otros que son indistinguibles en ese aspecto de otros partidos de ultraizquierda.
Si hay tanta diversidad ideológica, en cuestiones tan relevantes algunas de ellas, ¿qué es lo que hace que un partido, o una persona, sea ultraderechista? A mi juicio, la ultraderecha es dos cosas: un mecanismo de expulsión del debate público y un acervo de posiciones ideológicas no muy preciso en sus lindes, pero sí coherentes entre sí.
Lo que se denomina ultraderecha tiene en común un intento de redefinición de la comunidad política. La globalización económica ha globalizado los problemas y conflictos, y para atenderlos se han creado instituciones multilaterales, algunas de carácter mundial y otras regional. Como cualquier centro de poder, tiende a agrandarse en la medida de sus posibilidades, y para hacerlo necesita crear una ideología que justifique ese aumento de poder. El calentamiento global es un gran paraguas que sirve para justificar el aumento de poder de varias de esas organizaciones, desde la FAO hasta la Unión Europea, pero hay otras ideologías que amparan el crecimiento en poder de estas instituciones. Ahí encajan el feminismo de tercera ola o la corrección política como ideología y como mecanismo.
Contra la globalización hay dos respuestas. Una desde la izquierda, y parte de la derecha, que señala que los movimientos del mercado se escapan al control por parte de los gobiernos nacionales, y otra desde la derecha que no señala al mercado sino a esas instituciones y a las ideologías que justifican su creciente poder. Es lo que llaman “globalismo”.
Esa posición no se puede sustentar sólo sobre su carácter refractario ante el globalismo, sino que exige una definición de lo que sea la comunidad política; la patria o la nación. Cuando el locus de las decisiones políticas se escapa del ámbito nacional, cuando los criterios morales, los objetivos políticos e incluso las decisiones sobre cuestiones importantes de política en materia económica, de seguridad, medioambiental y demás no proceden de un debate nacional, sino que proceden de fuera, es necesario antes de retomar el control nacional de esas políticas definir de nuevo cuál es su carácter y cuáles sus lindes.
Hay varios caminos para hacerlo. Uno de ellos es la apelación a las tradiciones históricas y morales. Aquí la religión tiene un papel fundamental. Otro camino es nacional-kelseniano. La comunidad política ha constituido unas instituciones, sostenidas sobre una Constitución. Pero es esa Constitución positivista, formal, la que ocupa el lugar de la nación y es el fundamento de la comunidad política. Es decir, consiste en colocar el carro delante de los bueyes.
Si el tradicionalismo o el positivismo jurídico no son suficientes, entonces la derecha extrema, o derecha populista, acaba por recurrir a un modo de pensamiento propio de la izquierda, pero con temas derechistas. Es la derecha identitaria. A partir de una visión estereotipada de las tradiciones, se crea un conjunto de tipos ideales que encarnarían la esencia de la nación, y que habría que defender frente a los ataques globalistas e “ideológicos”, incluso desde la coacción del Estado, como la religión, la moral tradicional, la familia y demás.
Y hay al menos una vía necesaria para definir esa comunidad política, que es el intento de que la composición social, pero también cultural, pero también étnica de la nación quede intacta en la medida de lo posible. Y eso exige cerrar las fronteras a la inmigración, expulsar a una parte de los extranjeros en el país y fomentar una política natalista de la población autóctona.
Todo ello tiene implicaciones políticas de gran calado. Una de ellas es el entusiasmo de varios partidos de la llamada ultraderecha por la democracia directa. Confían en que una parte importante de la población no está aún empapada de las ideologías “globalistas”, y por tanto rechazarán sus políticas con eficacia; cosa que los representantes políticos, más sometidos a las costuras de la corrección política, no podrán hacer; incluso los partidos “conservadores”.
La otra implicación es que una parte del votante de izquierdas, que no acepta aún estas nuevas ideologías, está engrosando el caladero de votos de la ultraderecha. En el caso de España ya está ocurriendo: Vox ha capturado 300.000 votos de izquierdas en las últimas elecciones, y aunque yo creo que no puede ir mucho más allá, quizás doblando este número de votantes, sí puede cambiar de manera significativa el mapa político español.
El otro elemento, decía, es el mecanismo de expulsión del debate público. Sencillamente, a las posiciones consideradas ultraderechistas no se les permite el debate, ni su participación en el juego político, al que otras formaciones como Bildu se les presta sin mayor problema. ¿Cómo es posible este agujero en la concepción democrática de la política?
Nos resulta fácil hacerlo, porque la ultraderecha era políticamente heredera de las ideas que perdieron la II Guerra Mundial. Pero el orden político posterior a ese conflicto se cae a pedazos, y uno de los elementos que lo evidencian es el auge de lo que, con mayor propiedad, podemos llamar derecha populista. Pero hacer buena esa expulsión del debate, llevar a cabo esa censura ideológica, violentar esas libertades, no es en principio tan fácil en sociedades que aún se consideran liberales. Y aquí tenemos uno de los grandes conflictos de nuestro tiempo.