Si de algo sirvió el acontecimiento fue para poner de manifiesto los perversos fundamentos teóricos sobre los que se asienta la supuesta legislación antimonopolio.
En cualquier curso de Introducción a la Economía los alumnos tienen que estudiar una serie de modelos, a cuál más ridículo, con los que se pretende hacer predicciones realistas sobre la sociedad; los modelos son del todo inútiles, pero permiten reducir los complejos fenómenos económicos a unas pocas y manejables ecuaciones matemáticas. Los modelos económicos se preocupan más de la comodidad del investigador que de la solidez de sus conclusiones.
De entre todos estos artilugios hay uno especialmente popular, que constituye el punto de referencia de toda la legislación antimonopolio: el "modelo de competencia perfecta". Sus cimientos son sumamente irreales: a) gran número de compradores y vendedores, b) productos idénticos, y c) información perfecta. La consecuencia inmediata de estas tres premisas es que, por un lado, todos los productores venden al mismo precio y, por otro, que no existe ni incertidumbre ni, por tanto, beneficio empresarial.
Como podemos darnos cuenta, ninguno de estos supuestos y conclusiones se ajustan con la realidad. De hecho, cuando un gran número de productores venden la misma cantidad de productos idénticos a un mismo precio no estamos ante una "competencia perfecta", sino ante una absoluta ausencia de competencia.
¿Acaso uno de los resultados más beneficiosos de la competencia no consiste en las reducciones de precios y en las variaciones de los productos que mejoren su calidad? ¿Quién compite, por consiguiente, en un mundo donde todos los productores deben reducir el precio o incrementar la calidad a la vez?
Lo que tenemos no es un conjunto de empresas que intentan satisfacer al consumidor ante un futuro incierto e imposible de predecir. Por el contrario, una pluralidad de fabricantes (no cabe calificarlos siquiera de empresarios) ha recibido el mandato cuasi-divino de dirigir unas plantas productivas hacia un rumbo que todos los participantes en el mercado conocen (gracias a la información perfecta).
En otras palabras, la función empresarial simplemente desaparece, y la figura del empresario se convierte en la de un rentista pasivo: cualquiera puede ser empresario, no hay ningún tipo de incertidumbre en lo relativo a qué bienes producir, a qué precio venderlos y de qué forma fabricarlos. Todo ello se sabe "porque sí".
En la competencia perfecta, pues, los seres humanos no actúan, sólo se ajustan a unas restricciones dadas. No existe ni la creatividad ni la innovación ni el error; todo queda subsumido en la información perfecta.
Todo este cúmulo de errores, sin embargo, no ha impedido que el modelo de competencia perfecta se siga utilizando e imponiendo en las aulas, no ya como descripción del mercado, sino como vara de medir su bondad.
En otras palabras, la realidad sólo es buena si se ajusta a una ficción que en origen pretendía describir esa realidad: el error se convierte en acierto y en punto de referencia para la política económica. El problema no son tanto los desaciertos académicos, sino que éstos se conviertan en justificación de las pautas intervencionistas.
No es casualidad que los Tribunales de Defensa de la (In)competencia estén obsesionados con trocear las grandes empresas, para conseguir un "gran número de productores", y no en eliminar todos los obstáculos a la entrada de nuevas empresas en el mercado (licencias, concesiones, monopolios públicos o patentes). La competencia se pesa en número, no en libertad de acción; el ideal de la legislación antimonopolio consiste en recrear la competencia perfecta, esto es, la ausencia de competencia.
Hemos de tener presente que, en ausencia de barreras de entrada, sólo aquellas empresas que son capaces de satisfacer mejor que el resto a los consumidores adquirirán una gran cuota de mercado. Esto significa que los Tribunales de Defensa de la (In)competencia destruirán, precisamente, las compañías más eficientes del mercado, troceándolas en pequeñas subdivisiones sin capacidad ni liderazgo para servir al consumidor. Los incompetentes medran y los eficientes desaparecen gracias a la acción de estos tribunales.
El mensaje de la legislación antimonopolio es claro: "Señor Empresario, si se atreve a ser el mejor sirviendo a los consumidores será perseguido, sancionado, cercenado y vilipendiado de manera inmisericorde". Todo ello, claro está, para beneficiar a la competencia y, a través de ésta, a los consumidores.
Como no podía ser de otro modo, las peores características del modelo se reproducen en la realidad. Si en el modelo de competencia perfecta la falta de incertidumbre hacía innecesaria la innovación, en la realidad diseñada a partir del modelo de competencia perfecta la falta de libertad convierte en imposible esta innovación.
Al eliminar a los mejores empresarios, impidiéndoles actuar y triunfar, tendremos una cohorte de mediocres gestores incapaces de innovar, que venderán unos productos igualmente mediocres a unos precios igualmente elevados. La virtud característica de este mundo, en lugar de la eficiencia, será la igualdad en la miseria.
Gracias a la legislación antimonopolio, por tanto, logramos trasladarnos al taciturno mundo que pretende describir el modelo de competencia perfecta. Un mundo donde todos los consumidores y productores se comportan del mismo modo, donde no tiene lugar ningún tipo de innovación, donde todos los bienes son igual de inútiles y caros, donde la incertidumbre se sustituye por la certeza de que el futuro será tan monótono y funesto como el presente y donde, en definitiva, la función empresarial ha sido sustituida por la cartografía corporativa de los políticos.
Si quiere un ejemplo de paraíso socialista, ése es el "modelo de competencia perfecta".