Veinte años después de la aprobación del protocolo de Kyoto, los políticos se reúnen en París para darse palmadas en la espalda.
Ante una nueva conferencia climática en la que líderes de todo el mundo expondrán sus supuestos logros para luchar contra el calentamiento global, hay que recordar de dónde viene todo esto. Se nos vende que existe un consenso importante, casi unánime, entre los científicos que estudian el clima sobre la existencia de un calentamiento provocado por el hombre. Pero rara vez se detalla en qué están de acuerdo, porque entonces el mito del consenso caería como un castillo de naipes, porque se incluye a casi todos los escépticos dentro de porcentajes elevadísimos, como el 97% o el 90%. Que durante décadas otro consenso promoviera dietas bajas en grasa sin un sustento científico firme nos debería llevar a dudar un poco de aquellas teorías cuya base parece estar en el número de científicos que las apoya.
De hecho, en la teoría oficial del calentamiento hay muchos agujeros. Para empezar, los documentos que se supone reflejan el consenso, los informes del IPCC, son reescritos para ajustarse a lo que dicen los políticos que deben decir. Distintos estudios dan resultados opuestos a si en el futuro habrá más lluvias o más sequías. Se nos han presentado numerosas gráficas de temperatura en forma de palo de hockey –es decir, que mostraban un clima estable hasta las últimas décadas en que subía espectacularmente– y han resultado falsos. Incluso los registros de temperaturas ofrecen dudas.
En el último el IPCC se negó incluso a cuantificar cuál es la cifra más probable de aumento de temperaturas si se dobla la cantidad de CO2 en la atmósfera, cifra en la que se basan todas sus previsiones futuras. Sus previsiones se basan en modelos climáticos que han fallado estrepitosamente con las temperaturas que realmente han tenido lugar, que han sido más bajas que las más bajas que proponían en los escenarios más optimistas, siendo superados por un simple modelo de calculadora. Los propios científicos alarmistas reconocen en privado que los modelos no funcionan. Hemos vivido un largo periodo sin aumento de temperaturas, de modo que han usado datos de peor calidad para negarla tras reconocer que necesitarían una pausa de 70 años para admitir su error tras inventarse hasta 40 excusas –muchas contradictorias entre sí– para justificar su existencia sin cambiar la teoría.
Son tantos los fallos que los alarmistas han llegado a argumentar contra la transparencia, porque si los científicos ofrecen al público los datos en que basan sus conclusiones, otros podrían ¡encontrarles fallos!
Al Gore aseguró en 2006 que nos quedaban diez años para tomar medidas o el mundo llegaría a un punto sin retorno; en la promoción este año de sus nuevo documental decía que, bueno, que aún se podía hacer algo. No ha sido el mejor portavoz posible para la causa: no ha renunciado a las emisiones de CO2 de su avión privado, supera en un mes el gasto eléctrico anual medio de un hogar norteamericano y se ha lucrado con una mina de cinc que emitió vertidos tóxicos y vendiendo su fracasada televisión a magnates del petróleo. Tampoco alguno de sus sucesores lo hace mucho mejor: no hay más que recordar los excesos de DiCaprio con los aviones privados y los yates. ¿Cómo creer que nos encontramos ante una crisis tan grave si quienes nos lo dicen no se comportan como si estuviéramos ante una crisis tan grave?
Los escépticos son demonizados. Se les llama «negacionistas»como si fueran antisemitas al estilo de David Irving, se los trata de delincuentes, se les equipara a las mafias, se les despide, se les llama esclavistas, racistas homófobos y alcohólicos y se han llegado a utilizar documentos falsos para acusarles de estar a sueldo de las petroleras. Mientras tanto, a los científicos del consenso se les ha cazado manipulando datos, destruyendo pruebas, conspirando para que los escépticos no publiquen en revistas científicas, alegrándose por la muerte de científicos escépticos…
Parece una broma, pero si hacemos caso a los alarmistas entre las consecuencias que podría tener el calentamiento global está que los ingleses se queden sin fish’n’chips, el resto del mundo sin chocolate, que nos dejará sin pelirrojos, pero en cambio aumente el polen y la prostitución. También se ha argumentado que los refugiados de Siria huyen por el cambio climático y que este fenómeno es el responsable de la Primavera Árabe. Siempre nos ponen como póster para concienciarnos a los pobres osos polares que se van a extinguir, cuando su población ha crecido los últimos años, debido a una reducción del hielo en el Ártico, aunque en la Antártida bate récords de extensión. Hasta las olas de frío son también culpa del cambio climático.
Pero mientras expediciones a la Antártida y al Ártico han sido arruinadas por el exceso de hielo, las predicciones más serias han fallado estrepitosamente. El IPCC ha augurado que los glaciares del Himalaya se derretirán en 2035, que se incrementarían los costes de los desastres naturales o que desaparecería el 40% de la selva del Amazonas. Todos erróneos.
Como forma de luchar contra el calentamiento se han propuesto impuestos sobre la carne roja y a la leche, y alguno no ha tenido problemas en proponer una economía socialista como solución al problema o un Gobierno mundial. Se llegó primero a un acuerdo llamado protocolo de Kyoto, de cuya aprobación –que no de su entrada en vigor– se cumplen 20 años, y que no sirvió para nada. Hace dos años se llegó al acuerdo de París, del que ya se ha retirado Estados Unidos, y que es un pacto sin garantías en el que cada país hace sus planes y no hay sanciones si no los cumplen.
¿Hay algo que celebrar veinte años después de que se aprobara el protocolo de Kyoto? Seguramente la celebración de una nueva cumbre de París sea lo más adecuado. Los políticos que crearon el problema dándose palmadas en la espalda por medidas que nos perjudican y que no solucionan nada, aun si nos creemos lo que dicen los alarmistas.