Hace no mucho participé en una reunión convocada por Mario Vargas Llosa en Madrid donde el tema de Chile ocupó un lugar central. La pregunta que rondaba en el ambiente era "¿Qué le pasa a Chile?", y surgía de la incapacidad de comprender cómo el país que durante décadas fue un ejemplo de progreso en América Latina pueda estar hoy planteándose la revisión de las bases mismas de ese progreso. La explicación de algo tan sorprendente no está, sin embargo, en el fracaso del modelo chileno sino, paradojalmente, en su éxito.
Chile ha experimentado un desarrollo extraordinario durante las últimas tres décadas. Su crecimiento económico ha superado largamente los promedios latinoamericanos o de los países desarrollados, multiplicado más de tres veces el ingreso real per cápita de la ciudadanía y provocado una enorme transformación social. Tal como muestra un estudio del Banco Mundial, Chile fue el país que más movilidad social ascendente experimentó en América Latina entre 1992 y 2009. En este lapso, casi dos tercios de la población chilena cambió de clase, pasando de una situación de pobreza a una de vulnerabilidad o de la vulnerabilidad a la clase media. Incluso ser pobre ha cambiado radicalmente durante estas últimas décadas. Los pobres de hoy disponen, en términos reales, de un ingreso que multiplica 2,5 veces el que tenían en 1990.
Todo este cambio socioeconómico ha llevado aparejada una verdadera revolución educativa que ha tenido su expresión más clara en la educación superior, cuyo número de estudiantes aumentó diez veces entre 1980 y 2013. Paralelamente, se ha ampliado de manera extraordinaria el acceso a viviendas mejores, bienes de consumo durables, medios modernos de transporte y comunicación, viajes dentro y fuera del país y otros componentes de un estándar de vida que se acerca a aquel de los países de altos ingresos.
Estos cambios han redimensionado el horizonte de aspiraciones y problemas de los chilenos. Atrás han ido quedando las demandas e inquietudes propias de una sociedad marcada por la pobreza y se han abierto paso las de los nuevos sectores emergentes. Ahora bien, el rápido progreso tiene una característica que fácilmente lo torna insuficiente por más exitoso que sea en el plano objetivo: las expectativas tienden a crecer más rápidamente que la capacidad de satisfacerlas y se genera así un malestar que, a simple vista, no guarda relación con los progresos alcanzados. Este malestar del éxito es lo que Émile Durkheim llamó "crisis felices" (crises heureuses), provocadas por un progreso tan rápido que "exalta los deseos", haciéndolos "más exigentes, más impacientes", pero también imposibles de colmar ya que “las ambiciones sobreexcitadas van siempre más allá de los resultados obtenidos, cualesquiera que ellos sean”.
Esta evolución ha cambiado el foco de atención de la sociedad chilena, que pone hoy el acento no ya en los logros sino en las carencias del camino recorrido. Con ello se han hecho visibles las deficiencias de un crecimiento que, efectivamente, dejó mucho que desear en el aspecto cualitativo y que albergó, además, una serie de situaciones de abuso rampante. Ello se debió –especialmente durante los veinte años de gobiernos de izquierda que van de 1990 a 2010– tanto a un sinfín de fallas regulatorias como a una escasa voluntad política de aplicar la normativa vigente. Lo paradojal es que estas fallas del Estado y la regulación, es decir, de la política, terminaron siendo achacadas al modelo en sí, como si una economía abierta de mercado fuese por necesidad sinónimo de negociado, abuso y lucro ilícito.
Otra perspectiva crítica que se instaló fuertemente en el debate público fue la de la desigualdad. Se trata de otra de las paradojas del éxito alcanzado. Atrás quedó el eterno debate sobre cómo derrotar a la pobreza y se pasó a discutir la distribución de los beneficios del progreso. Ahora bien, lo que a las claras nos dice que se trata de un cambio de perspectiva es que los altos niveles de desigualdad de la sociedad chilena son de larga data, sin por ello haber dominado el escenario político como lo han hecho recientemente. Más aun, el protagonismo del tema de la desigualdad coincide con una reducción sostenida de las desigualdades reales. Pero el progreso es así, lo que era tolerable en presencia de necesidades más apremiantes se hace intolerable cuando nuestro horizonte pasa de las carencias absolutas a las relativas y a la comparación con lo que otros tienen.
Es en este contexto que se instala, a partir de 2011, un discurso que cuestiona frontalmente todo lo realizado y llama a la refundación de Chile sobre bases muy distintas a aquellas que tanto progreso le han dado. Este salto a "otro modelo" es lo que hoy se le está proponiendo en Chile. A nombre de reivindicar "lo público" y luchar por una sociedad “más justa”, se propone la instauración de un modelo estatista –el del gran Estado benefactor– que en Europa ha sido abandonado por aquellos países, como Suecia, que más avanzaron en esa dirección. En esta perspectiva, resulta patético ver cómo el gobierno de Michelle Bachelet trata de hacer de soluciones fracasadas y descartadas por sus creadores una panacea para el consumo local.
En todo caso, ya se comienzan a ver, claramente, las consecuencias del accionar del nuevo gobierno: el crecimiento económico prácticamente se ha paralizado, el desempleo aumenta, los inversionistas extranjeros comienzan a elegir otros destinos y el peso se debilita frente al dólar. En lo político, la coalición gobernante se ve remecida por fuertes tensiones entre sus alas más moderadas, representadas por la Democracia Cristiana, y aquellas más extremas, lideradas por el Partido Comunista. Incluso la popularidad de Bachelet, que parecía intocable, se ha resentido notoriamente, para no hablar de la de su gobierno, que cae en picado en las últimas encuestas. A ello se suma un elemento decisivo: las amplias clases medias comienzan a reaccionar ante las propuestas socializantes del gobierno, en particular la reforma educacional que abiertamente busca la estatalización de la educación chilena.
Así, todo indica que los chilenos están pasando, aceleradamente, del malestar del éxito al miedo al fracaso. Es de esperar, por el bien de Chile, que el mensaje le llegue con claridad a Michelle Bachelet.
Mauricio Rojas, director de la Academia Liberal.