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¿Quién teme a la deflación?

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Seguramente les han contado de pequeños el cuento anónimo de los tres cerditos, en el que cada uno de los hermanos se hace una casa empleando paja, ramas y ladrillos para protegerse de la amenaza persistente del hambriento lobo feroz. Los dos primeros terminan antes y pueden jugar y divertirse, mofándose del tercero, que tiene que seguir trabajando duro para terminar su casa de ladrillo. Sin embargo, la endeblez de los materiales empleados se vuelve en su contra, ya que no resisten los soplidos del lobo. Pues bien, que me perdonen las autoridades monetarias por identificarlas con un animal tan ibérico, pero la actuación en la crisis de la Reserva Federal (Fed), el Banco de Japón (BoJ) y el Banco Central Europeo (BCE), y las críticas a este último, recuerdan a los tres cerditos del popular cuento de hadas.

Y es que no son pocas las críticas vertidas contra la política de Mario Draghi, que se resiste, afortunadamente para los ciudadanos europeos, a aflojar el grifo de la creación de dinero para impulsar un falso crecimiento. Políticos, economistas e incluso desde el Fondo Monetario Internacional (FMI), le afean a la autoridad monetaria europea su renuencia a atajar el camino de la recuperación por la vía fácil de la impresión de billetes –entiéndase en sentido figurado y no literal–. Y lo hacen acusándole de arriesgar el meter a la economía del Viejo Continente en una espiral deflacionaria. Como en la fábula, nos dicen, “miren a Estados Unidos y a Japón, que gracias a sus políticas monetarias agresivamente expansivas ya están creciendo”. Pero obvian el hecho de que el cuento aún no ha terminado.

Es cierto que gracias a una postura, siquiera marginalmente, más responsable del BCE frente a sus pares americanos o japoneses, son más visibles las tensiones deflacionistas en la economía europea. En efecto, las fuerzas espontáneas del mercado que presionan a la baja los precios en general no están siendo hoy contrarrestadas en Europa por una política monetaria tan agresiva como en Estados Unidos o Japón. No obstante, y como tuve ocasión de comentar en el debate en El Confidencial con Víctor Alvargonzález, no tengan duda de que el BCE, que no deja de ser una institución política, abandonará la senda de responsabilidad en cuanto el IPC comunitario baje de cero en algún trimestre. De ahí que la deflación en Europa no sea una amenaza real.

La liquidación de las malas inversiones –incluyendo el reconocimiento de las insolvencias–, el desendeudamiento paulatino de familias y empresas y la restricción del crédito bancario son el resultado natural del proceso de depuración de los excesos cometidos durante la fiesta del crédito anterior. Por ello, no es una novedad que se constate una cierta presión a la baja del nivel general de precios. En realidad, esta ha estado presente desde el principio de la crisis y forma parte de la propia recuperación. Sin embargo, hasta ahora, debido a la fobia a la deflación la Fed, el BoJ y, en menor medida, el BCE han inflado durante los últimos años un enorme globo de liquidez que, aun a costa de distorsionar la economía, ha contrarrestado esta tendencia natural.

No en vano, a finales del 2013, entre billetes y monedas y depósitos a la vista –verdadera medida del dinero real en circulación–, la oferta monetaria asciende a 5,4 billones de euros, creciendo a un ritmo superior al 6% anual, muy por encima del crecimiento del IPC, y un billón y medio más que al inicio de la crisis. Si todo ese dinero que se ha creado de la nada no se ha traducido en un incremento de los precios de los productos monitorizados por el IPC, es porque se ha canalizado en buena medida hacia activos financieros que no forman parte del cálculo de ese indicador.

Pero ¿por qué hemos de abortar ese proceso con intervenciones que, aparte de inútiles, son contraproducentes, ya que generan el riesgo de meternos en otra burbuja, como parece estar ocurriendo en los mercados de renta fija y bolsa? ¿De verdad hay que temer tanto a la deflación?

Para responder esta pregunta, deben distinguirse antes tres tipos de deflación –aunque podríamos incluir la desinflación brusca–, con diferentes orígenes y consecuencias. (1) La primera de ellas es la que induce el Gobierno o la autoridad monetaria al restringir de forma severa y abrupta la oferta de dinero y crédito. Es poco frecuente, pero se ha dado alguna vez en la historia, quizás la más reciente fue el plan de Collor de Mello en Brasil en 1990 para combatir la hiperinflación que asolaba el país. Este tipo de intervención es tan perniciosa como innecesaria, como bien saben los brasileños, que vieron congelados, para nada, el 80% de sus ahorros. Este es el tipo de deflación a evitar.

El segundo tipo corresponde a (2) la deflación de precios que se produce por un incremento de la producción gracias al ahorro y la inversión previa–. Es la forma más sana de crecimiento y, por tanto, más beneficiosa para los hogares, que ven incrementada su capacidad adquisitiva sin que se produzcan tasas elevadas de desempleo. El caso más destacable es el de la época dorada de Estados Unidos a finales del siglo XIX y hasta que se creó la Fed, donde se experimentaron cotas de crecimiento de más del 7% con caídas de precios del 5% anual. Este es un tipo de deflación deseable y del que disfrutaríamos en un contexto de libertad monetaria y avances tecnológicos.

Finalmente, tenemos (3) la deflación –o desinflación si se quiere–, que es consecuencia de los procesos de ajuste posteriores al pinchazo de una burbuja, donde se combinan factores beneficiosos para los hogares, que ven incrementada su capacidad adquisitiva en una época de dificultades, con otros elementos más perjudiciales, como son el desempleo o la reducción de salarios. Este es el escenario en el que, como saben, nos desenvolvemos y un tipo de deflación que no deberíamos tratar de evitar.

La liquidación de las malas inversiones –incluyendo el reconocimiento de las insolvencias–, el desendeudamiento paulatino de familias y empresas y la restricción del crédito bancario son el resultado natural del proceso de depuración de los excesos cometidos durante la fiesta del crédito anterior

En este tercer escenario, el argumento más frecuente a favor de combatir la deflación es el que aduce el riesgo de entrada en un círculo vicioso: caen los precios, luego cae el beneficio de las empresas, luego despiden trabajadores, luego cae la demanda agregada, luego caen los precios y vuelta empezar. Sin embargo, tengan en cuenta que la deflación no produce efectos acumulativos, siendo posible para las empresas obtener beneficios aun en un entorno de caída de precios si reducen los costes sustituyendo mano de obra por equipo capital, lo cual genera empleo en los sectores productores de maquinaria, más alejados del consumo.

Todo proceso de ajuste es, desde luego, duro –y, además, hemos optado por hacerlo de forma lenta, alargando innecesariamente un proceso que, por definición ha de ser doloroso pero necesario–. Piensen que veníamos de una estructura productiva absolutamente dislocada y que ha de reordenarse como, en efecto, está ocurriendo en España y ya empezamos a ver, poco a poco, sus frutos. Todo ello gracias al esfuerzo privado de trabajadores y empresarios y teniendo enfrente a un Gobierno empeñado en poner palos fiscales en las ruedas de la recuperación –y luego colgarse la medalla–, con sus excesos recaudatorios, como lo fue la última perla de la subida de las cotizaciones con nocturnidad de la pasada Navidad.

Piensen que el crecimiento actual, por exiguo e insuficiente que les parezca, es mucho más sano que el que experimentábamos en la época de alegrías y, desde luego, que la falsa ilusión de prosperidad que viviríamos con políticas monetarias más expansivas. Valoren si no la efectividad de las primeras medidas de estímulo fiscal y monetario tomadas al inicio de la crisis hace ya más de cinco años. ¿Cuáles de los tres cerditos creen que es más sensato, el de la casa de ladrillo o los de la casa de paja y de madera?

No teman pues a la deflación, y sí al lobo disfrazado de cordero del Gobierno y los bancos centrales, cuyos arsenales de intervenciones rebosan de medidas inflacionistas y generadoras de deuda que no sólo retrasan la recuperación, sino que crean, además, nuevos riesgos macroeconómicos.

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