Zapatero llegó a La Moncloa sin saber distinguir entre un impuesto regresivo y uno progresivo, lo que no le impidió unos años después, cuando probablemente seguía sin conocer la diferencia, enarbolar la bandera de la progresividad con ese mágico adagio de "que paguen la crisis los más ricos", trasunto de la no menos célebre fórmula de Alfonso Guerra "to’ pa’l pueblo".
Ignorante y déspota sin complejos, Zapatero se ha topado de bruces con la ley de la gravedad económica, a saber, que no basta con que el Gobierno pulse un botón para que las familias y las empresas vuelvan a generar riqueza. Por desgracia, dos tardes no bastan para que un ungido como nuestro presidente aprenda a desconfiar de la omnipotencia estatal, ese becerro de hojalata al que rinde pleitesía el conjunto de nuestra izquierda.
El problema esencial de nuestros políticos es que no son conscientes de sus limitaciones, que son todas. La sociedad no puede planificarse con escuadra y cartabón y cualquier intento por lograrlo sólo terminará fracturando esa misma sociedad.
Zapatero nos prometió que a partir de marzo del año pasado, los efectos sobre el empleo de su monumental despilfarro público iban a ser visibles. Nos aseguró que él solito, tirando de nuestras chequeras, conseguiría hacer remontar el vuelo a nuestra economía. Total, si la receta ya la dejó escrita Keynes, ese trilero que algunos pretenden hacer pasar por el mejor economista del s. XX:
Si el Tesoro Público se pusiera a llenar botellas viejas con billetes de banco, las enterrara a una profundidad conveniente en minas de carbón abandonadas que luego se cubrieran de escombros de la ciudad y encomendáramos a la iniciativa privada (…) la tarea de desenterrar los billetes (…) terminaríamos con el paro.
He ahí condensado todo el pensamiento económico de ZP. He ahí el sustrato ideológico de su Plan E: convertir en escombros nuestras ciudades para cubrir de basura las minas subvencionadas de Rodiezmo con tal de que las empresas busquen en su fondo un tesoro repleto del dinero que previamente nos ha quitado Hacienda. Que tal proyecto sea del todo inútil para las familias y las empresas resulta irrelevante. Al cabo, se parte de un error: pensar que el gasto público debe servir de alguna manera a las necesidades de los contribuyentes que lo sufragan en lugar de a los intereses electorales del político que les ha arrebatado los impuestos.
ZP se gastó en 2009 algo así como 320.000 millones de nuestros euros; unas cinco veces lo contenido en esa filfa llamada Fondo de Reserva de la Seguridad Social que supuestamente iba a garantizar in saecula saeculorum nuestro fraudulento sistema de pensiones públicas. ¿Resultado de semejante despilfarro?
Desde enero de 2009 a enero de 2010 el paro se ha incrementado en 700.000 personas, superando –incluso con manipulaciones y maquillajes– esa cifra que Corbacho, el enésimo ministro socialista del Paro (Almunia, Chávez, Griñán… uno ya pierde la cuenta), nos juró en todas las lenguas sagradas existentes que nunca íbamos a alcanzar.
Pues aquí lo tenemos, cinco años perdidos por culpa de la burbuja creada por nuestros bancos centrales y por el fanatismo socialista de nuestro Gobierno. Barra libre de gasto público y bloqueo absoluto de cualquier liberalización de los mercados, incluyendo el laboral. ¿Hasta cuándo seguiremos soportando la incompetencia y la mala fe de estos señores? A estas alturas de la película nadie debería dudar de que su política económica ha sido y es un profundo fracaso que sólo ha conseguido arruinarnos y endeudarnos. Peor que la crisis, ha sido su calamitoso Gobierno. ¿Debemos esperar impotentes ante la tragedia a que concluya la legislatura para que terminen con su operación de derribo de nuestras economías?