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Rafael Correa y el síndrome populista

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El populista no tiene el menor respeto por las instituciones, ni por la ley, ni por el adversario, pero exige que se le trate con unción. 

El 24 de mayo Rafael Correa abandonará la presidencia de Ecuador. Falta poco. No se desesperen. Lo entiendo: ha sido largo y doloroso. Lleva una década en el poder. Ese día comenzará a gobernar quien gane la segunda vuelta del 2 de abril. Si los demócratas de la oposición se mantienen unidos, Guillermo Lasso deberá sucederlo en el cargo.

¿Quién es Rafael Correa, este personaje contradictorio que se hace llamar neodesarrollista, socialista del siglo XXI, católico partidario de la Teología de la Liberación, nacionalista de izquierda, y, encima, canta y toca la guitarra? ¿Estamos en presencia de un comunista disfrazado, como lo fue Fidel Castro hasta que confesó su verdadera militancia en 1961, tras haberla negado previamente media docena de veces?

No creo que Correa sea comunista. Es otra cosa. Aunque es un economista mediocre sin investigaciones originales, sabe lo suficiente para advertir que las ideas de Marx son disparatadas. Pese a su discurso ante las cenizas del Comandante en noviembre del 2016, transido de admiración y radicalismo, Correa es la quintaesencia del populista latinoamericano. ¿Cómo se sabe? Se sabe por el estudio de sus síntomas. El populismo es un síndrome.

No hay la menor contradicción en ello. Los Castro y Rafael Correa se hermanan en la devoción populista, en el autoritarismo y en el histrionismo. Correa es fidelista a fuer de populista. Perón también simpatizaba con Fidel y viceversa, como les ocurría a Mussolini y a Lenin. Se amaban en secreto, como en los boleros.

Naturalmente, se puede ser populista y comunista o fascista. Eso no importa. Hay populistas a la derecha y a la izquierda del espectro político. El populismo son medidas de gobierno para conquistar el poder y mantenerse en él. Está relacionado con la psicología profunda del que manda. Incluso, no faltan líderes y partidos democráticos que, lamentablemente, exhiben algunos elementos populistas.

Se trata de formas paralelas de gobernar que incluyen varios rasgos definitorios:

  • El caudillismo, con todas sus taras, como, por ejemplo, el narcisismo.
  • El exclusivismo (los otros son siempre unos canallas).
  • El clientelismo, mediante la abundante utilización de subsidios.
  • El nacionalismo exacerbado, que se confunde con el chauvinismo.
  • El adanismo (creen que la historia real de la patria comenzó con ellos).
  • El estatismo, dado que desconfían de la empresa privada.
  • El gasto público excesivo para sostener a la clientela política, lo que suele dar lugar a coimas y otras corrupciones, además de a la ruina total.
  • El rechazo al mercado y al comercio internacional (Correa, como Trump, aunque por la otra punta, era enemigo del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos).
  • El lenguaje cáustico y la ausencia total de cualquier vestigio de cordialidad cívica.

No hay duda. Rafael Correa se parece más a los fascistas que a los marxistas-leninistas. Tiene mucho de Perón y de Velasco Alvarado, aquel ignorante general peruano que destruyó la economía de su país con medidas populistas.

Correa es un caudillo persuadido de que posee todas las verdades y de que sus adversarios son gentes despreciables. Quien tiene o manifiesta una idea diferente es un bribón al que debe denostársele, y si no se escapa, como hicieron los periodistas Emilio Palacio y Fernando Villavicencio, hay que encerrarlo.

El populista no tiene el menor respeto por las instituciones, ni por la ley, ni por el adversario, pero exige que se le trate con unción. Cuando en medio de la calle un chiquillo le hizo a Correa un gesto obsceno con el dedo medio, el presidente detuvo la caravana de coches y lo hizo arrestar.

La oposición ha contado varias docenas de insultos y calumnias proferidos en las sabatinas, unos programas radiales que algún día se utilizarán como material de estudio en las clases de psicopatología del poder.

Correa no cree en la tolerancia, ni en la libertad de expresión, ni en quienes postulan, como sentenció Thomas Jefferson, que es preferible una sociedad sin gobierno independiente pero con prensa libre antes que lo contrario.

Correa se burla de o persigue a quienes lo critican y trata de arruinarlos, como hizo con los propietarios de El Universo, un gran periódico guayaquileño, porque los ricos, si no se pliegan, son sus enemigos naturales.

En fin, en la primera vuelta los ecuatorianos se han ganado el derecho a ser libres. Bravo. Lo obtuvieron en la vigilia postelectoral y en la determinación de no dejarse robar el resultado de los comicios. Ahora tendrán que triunfar en los comicios del 2 de abril para rematar la faena. Si no lo hacen, Correa volverá. Ya amenaza con ello.

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