Más que un país, Argentina es una paradoja o el enigma de una nación que parece tenerlo todo para ser infinitamente próspera pero que se empeña en no serlo. Las noticias que cotidianamente nos llegan desde allí ya no son tales, sino meras repeticiones, cada vez más rocambolescas, de los despropósitos de siempre: un vicepresidente enjuiciado por corrupción, un Gobierno que crea una Secretaría para la Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional, un país en recesión y al borde del default, un clan gobernante que se enriquece a una velocidad "vertiginosa para cualquier bípedo común y corriente", para decirlo con las palabras de Mario Vargas Llosa. Nada de esto es nuevo y requiere por ello de una explicación que vaya más allá de lo circunstancial, es decir, de la contingencia y de los nombres de quienes hoy encarnan roles que son ya infaltables en el drama argentino.
Las raíces de la tragedia argentina nos remiten a lo más básico: la geografía y la dotación de recursos naturales del país. Argentina fue muy poco hasta que despertó la asombrosa riqueza productiva de la pampa, pero una vez que lo hizo marcó para siempre su destino. Era un país predestinado a ser lo que fuesen sus infinitas praderas. Pudo haber gozado de una prosperidad perdurable y ser una gran democracia como Estados Unidos si los pequeños colonos propietarios –los célebres farmers del ideal jeffersoniano– las hubiesen conquistado, pero en lugar de ellos fueron los grandes terratenientes, los estancieros, los que lo hicieron. La riqueza de la pampa se transformó así en la gran ubre que nutrió las fortunas de la elite, pero también fue la madre de la corrupción política y las luchas redistributivas que asolarían una sociedad donde lo importante fue apropiarse de la riqueza más que producirla.
El estanciero fue también el caudillo, local o nacional, que asaltaba el poder con ayuda de su clientela armada y se constituía en el amo de la nación. Fue, además, el populista por definición, ya que su poder se fundaba en la movilización carismática del gauchaje y otros grupos subalternos. Ese fue el arquetipo creado por el más célebre y siniestro de todos los caudillos argentinos, Juan Manuel de Rosas. Se creó así un paradigma político que aún hoy marca los destinos de la Argentina: el ogro filantrópico de que nos hablaba Octavio Paz, que considera el Estado como su patrimonio personal y hace de su voluntad la ley.
Hacia fines del siglo XIX el caudillo dejó el poncho y se puso frac, como bien lo dijese Juan Bautista Alberdi. Pero sus métodos no cambiaron y Argentina fue consolidando esa tradición personalista y autoritaria que luego se renovaría con Perón y sus secuaces cada vez más depredadores, como los Menem y los Kirchner.
En suma, la política argentina nunca ha dejado de ser premoderna y predemocrática. Su estructura es básicamente feudal, asentada en lazos de poder y dependencia personales que van desde el gran caudillo nacional hasta sus punteros locales y los piqueteros de las barriadas, pasando por toda una cadena de caudillos y mafias subalternos que han encontrado su expresión más acabada y devastadora en el movimiento peronista.
Lo más dañino de todo ha sido, sin embargo, la transformación del espíritu rentista en el corazón de la cultura predominante en el país. Definió la figura clave del apropiador –de tierras, del poder del Estado, de subsidios y prebendas–, es decir, el vivo por antonomasia, que se convertiría en el prototipo de la persona exitosa y admirada. A su vez, el productor, el que labura "noche y día como un buey", para decirlo con letra de tango, sería visto como el arquetipo de lo menos argentino que se puede ser: el zonzo, el gil, el que cumple la ley, vive de su trabajo y alimenta al vivo. Caricaturas dolorosas de una cultura autodestructiva, resumidas en esa frase lapidaria de Borges según la cual a un argentino "pasar por un inmoral le importa menos que pasar por un zonzo".
Esas son, en pocas líneas, las grandes lacras de la Argentina. Por ello, quienes quieren romper con la triste continuidad de los caudillos y los ciclos populistas de la ilusión y el desencanto tienen ante sí un reto de grandes proporciones: cambiar las bases culturales de una sociedad donde siempre terminan ganando los chantas, los vivos, los cancheros, los madrugadores, los ventajeros, los cuenteros, las patotas, las clientelas, la corrupción y los compadrazgos.
No es tarea fácil, pero la esperanza es lo último que se pierde y yo quiero creer que un día triunfarán los zonzos y los giles, los que viven de su trabajo, los que a pesar de todo siguen creyendo en la decencia y en aquellas virtudes cívicas que son las únicas que hacen, de manera duradera, grandes a los pueblos y ricas a las naciones.
Mauricio Rojas, autor de Argentina: breve historia de un largo fracaso.