…y, en el peor de los casos, que la delicada situación que padecen muchos individuos acabe generando un campo de cultivo idóneo para el auge del populismo más abyecto y el extremismo ideológico más aberrante y peligroso. No hay que irse muy lejos, en esta tesitura se encuentra hoy la zona euro.
Europa acaba de situar el dedo en el gatillo. En dos elecciones cruciales para el futuro de la Unión Europea, franceses y griegos votaron el domingo por más crisis, una lenta y más tardía recuperación e, incluso, por abandonar directamente el euro. Por un lado, la elección de Hollande como nuevo presidente de Francia aleja la posibilidad de mantener una posición firme y sólida, junto a Alemania, en favor de la imprescindible austeridad pública. No en vano, elZapatero galo pretende, ilusoriamente, combatir la crisis europea a golpe de talonario público, eurobonos y monetización directa de deuda pública por parte del Banco Central Europeo (BCE). O dicho de otro modo, que los países del norte paguen la factura íntegra de los desaguisados del sur. Ni reformas estructurales, ni mayor libertad económica ni menor Estado sino todo lo contrario: más impuestos, más gasto y mayor intervención pública en una economía continental asfixiada ya por la burocracia administrativa.
El caso de Grecia va mucho más lejos. Los helenos están ya en otra fase, pues, una vez salvados de la quiebra soberana –por dos ocasiones–, rechazan de plano las condiciones del rescate aceptadas hace apenas unos meses. Ahora, las formaciones surgidas de las urnas aspiran, como mínimo, a suavizar la aplicación de las reformas y los recortes públicos y, como máximo, a saltarse por los aires todo lo pactado abandonando la moneda única. Y mucho cuidado porque este último punto no sólo es defendido por los comunistas y los nazis griegos, ya que también cuenta con el apoyo de los nacional-estatistas galos de Jean-Marie Le Pen, cuyo peso político se ha disparado en Francia.
El auge de movimientos comunistas, nacional-socialistas y cuasifascistas parecía hasta hace poco un fenómeno desterrado de Europa tras la Segunda Guerra Mundial, pero la mayor crisis de los últimos 80 años está impulsando el resurgimiento de ideologías totalitarias y/o autoritarias en el seno mismo del continente. No es algo nuevo. En el primer cuarto del siglo XX, la guerra y el hambre allanaron el camino de la revolución marxista en la Rusia de los zares, mientras que la hiperinflación germana de los años 20 en la República de Weimar fue la espita indispensable que posibilitó la posterior conquista del poder por parte de Hitler en las urnas. Hoy por hoy, esto es impensable en la UE, pero el hecho de que partidos de similar naturaleza estén cosechando relativos éxitos electorales en países como Francia o Grecia, entre otros, no deja de ser un motivo de honda preocupación y espanto para el futuro del continente.
Pero, independientemente de este tipo de fenómenos, la cuestión clave es que la mayoría de franceses y griegos han rechazado la austeridad que pretende imponer Merkel, abogando así por más estado y menos mercado. Francia desea construir un superestado europeo socialista a su imagen y semejanza, alejado pues de la ortodoxia monetaria del Bundesbank alemán, mientras que Grecia amenaza con salirse del euro, lo cual condenaría a sus habitantes al corralito financiero, una elevada inflación y un prolongado calvario económico bajo el yugo de su casta política.
La pregunta, por tanto, es: ¿hay alternativa? Y la respuesta es sí, sólo que Europa al igual que España, está huérfana de políticas opuestas al estatismo reinante. La mayoría de formaciones que gobiernan en los estados miembros de la zona euro, si bien se dividen en socialistas y conservadores, mantienen un nexo común: el colectivismo en mayor o menor grado. Estados Unidos no es ajeno a este fenómeno, con Obama a la cabeza y un Partido Republicano enfrente como fervientes defensores del poder de Washington.
Sin embargo, algo inédito está aconteciendo al otro lado del Charco. El denominado Tea Party supuso un revulsivo para la clase política norteamericana en plena tormenta financiera, tras la quiebra de Lehman Brothers y el posterior rescate público de la banca, hasta el punto de que el precandidato republicano Ron Paul ha cosechado importantes e inesperados éxitos durante su campaña para aspirar a la Casa Blanca. Paul es un político puramente liberal, amante del libre mercado y la globalización, defensor de un estado mínimo y contrario a la banca central –culpable de la actual crisis internacional–. Paul es el mayor exponente de la denominada Vieja Derecha estadounidense (Old Right, en inglés), una escisión dentro del Partido Republicano cuyo origen se remonta a la Gran Depresión de los años 20, y que ya entonces se opuso de forma rotunda al New Deal de Roosevelt y al intervencionismo militar al tiempo que defendía la ortodoxia monetaria (patrón oro), el libre comercio y la mayor libertad económica posible.
Entre los miembros de este partido destacan grandes académicos de la Escuela Austríaca, tales comoMurray Rothbard y Lew Rockwel. La Vieja Derecha es, en esencia, la continuación en EEUU del liberalismo clásico europeo del siglo XIX (laissez-faire), hoy desaparecido en la UE. De ahí, precisamente, que Europa -y especialmente España- precise con urgencia un Ron Paul autóctono capaz de contrarrestar el socialismo imperante. La cuestión no es elegir entre partidos que se presentan bajo diferentes siglas pero aplican políticas similares sino optar claramente entre liberalismo o colectivismo. Europa, cuna del laissez-faire, está, paradójicamente, exenta en gran medida de lo primero, y prueba de ello es que franceses y griegos le han vuelto a dar la espalda en las urnas. Otro día aciago para el futuro de la Unión y del euro.