El PP está de capa caída y Mariano Rajoy no es quien va a liderar ese proceso.
El próximo lunes, el siglo XXI cumplirá su mayoría de edad.Se abrirá ante nosotros un nuevo año y se cerrará un intenso 2017. Tras solamente 365 días, la deriva y la aceleración del curso de los acontecimientos tiene como consecuencia que la percepción del tiempo transcurrido sea mucho más espesa.
El año se abría con un atentado en una discoteca de Estambul con casi cuarenta muertos. Más de siete mil personas han sido asesinadas y decenas de miles han resultado heridas en atentados repartidos por todo el mundo, el último el 25 de diciembre en Afganistán. La mayoría, por no decir todos, son atentados perpetrados por el terrorismo islámico, una lacra que no va a menos y que no parece que tenga fácil solución.
Es inevitable relacionar este terrorismo con otro tema con el que no debería tener ningún vínculo: los terroristas se confunden con refugiados y aprovechan ese estatus para matar. No es culpa de los refugiados, sino de los terroristas, que no son idiotas y ven ante sí la entrada a Europa más fácil, y estancia en el país con financiación estatal. Los más perjudicados, además de los caídos en los atentados y sus familias, son los verdaderos huidos de la guerra de Siria, desprovistos hasta de su identidad de víctimas.
Antes de acabar ese primer mes, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, tomaba posesión, y se abría oficialmente una guerra mediática que había comenzado desde el mismo día en el que se escrutaron los votos. La actualidad estadounidense se teñía desde entonces de informaciones dudosas relacionadas con espionaje ruso, traición a la patria, y todo tipo de ataques a cualquier actividad, declaración o actitud de Trump. Y el caso es que él ha hecho y hace todo lo que puede por conservar el odio de sus detractores: no le preocupa en absoluto perder las formas. Incluso cuando toma alguna decisión acertada exhibe una irresponsabilidad que está acabando con el partido conservador. Como dice Nassim Taleb, Trump no siente ningún respeto por los intelectuales, sean o no de su bando, los mira casi con desprecio, los utiliza a su favor, y le da exactamente igual que se le note su total indiferencia por el formalismo que viene con el cargo. Esa distancia prepotente pone muy nerviosos a sus contrincantes políticos que no saben tratar con alguien que no se siente acomplejado, ni se ve afectado por ninguna de sus críticas. Así que la “resistencia” demócrata ha caído en el barro de las “fake news”, del acoso y derribo, no ha sabido aprovechar los enormes fallos del presidente, porque han desgastado su propia credibilidad.
Y ese fenómeno se ha extendido como mancha de aceite en el entorno internacional. En España lo hemos vivido especialmente en la crisis catalana. La construcción mediática de una realidad alternativa, vendida literalmente al entorno internacional, es el principal éxito de Puigdemont y los independentistas. Hablan de “los catalanes” refiriéndose a un 50% de ellos, eliminando de su universo paralelo al otro 50%, los que estuvieron en silencio durante tantos años. Gracias a las torpezas de Mariano Rajoy, que les regaló “jugosas” fotografías el primero de octubre, se han disfrazado de víctimas absolutas. Y como tales, acusan de neofranquistas, fascistas, dictadores a todo el que no opina igual, descalifican la democracia que les ha permitido expresarse, ser lo que son, disfrutar de los beneficios de ser europeos, y están dispuestos a destrozar la economía de Cataluña sin con eso empeora la del resto de España.
Ninguno de los dos bloques gobernaría teniendo en cuenta al otro, tal es la fractura social en Cataluña. Solamente una nueva transición, probablemente a un estado federal, daría cabida a todos. No se hará. No hay un proyecto serio ni ganas de actualizar el statu quo. España está imbuida de un partidismo electoralista que ha acabado con el concepto de servicio público. Por su parte, los electores, faltos de argumentos, han hecho suyo el “y tú más” de sus representantes políticos. Han cambiado las tornas y los ciudadanos representan a los partidos y no al revés. Las elecciones autonómicas del pasado 21 de diciembre cierran un año de elecciones en el que perdió Turquía, que pasó de nuevo a un régimen presidencialista; ganó el miedo al populismo de derechas en Francia, representado por Macron, que ya ha perdido gran parte de su tirón; y, finalmente, ganó Merkel por los pelos y con un gobierno muy complicado.
A pesar del triunfalismo de los impulsores de la Unión Bancaria, que avanzan como si no estuviera pasando nada, sí están pasando muchas cosas. La actitud de la Unión Europea ante el conflicto catalán, ha mostrado la verdadera cara de una institución sobredimensionada, que no puede permitirse un gasto más. No está claro que su papel haya salido reforzado. Y menos, después del toque de atención a Polonia, menoscabando la soberanía del país. Y, por encima de todo ello, a la luz del largo y difícil camino del Brexit que está agotando la resistencia de Theresa May. Es muy obvio que la posición fuerte es del gigante europeo, pero es bastante posible que la economía británica, tras la tormenta, salga adelante, mostrando que se puede tener una relación diferente y salir victorioso.
De aquí en adelante queda mucho por resolver. Los jueces tienen que dictar sentencia sobre los delitos cometidos por los dirigentes catalanes. Eso es ineludible. Y las dos mitades de la Cataluña fraccionada habrán de acatar las decisiones de los jueces. La montaña rusa de las mentiras mediáticas, las descalificaciones y los insultos continuará, pero, previsiblemente, la realidad se impondrá. Falta que Mariano Rajoy cumpla la promesa y se inicie una segunda transición. Sin embargo, el PP está de capa caída y Mariano Rajoy no es quien va a liderar ese proceso. La herida sangrante del PP tras los comicios catalanes puede acabar en elecciones nacionales adelantadas en el 2018 y en la renovación de la política española. Times are changing. Ojalá.