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Salir del euro no es la solución

Publicado en Libertad Digital

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Kemmerer recuerda que tanto en 1933, cuando el país se enfrentaba a una deflación, como en 1973, cuando corría el riesgo de padecer una hiperinflación, la solución que adoptaron las autoridades estadounidenses fue la misma: devaluar el dólar.

Guardando las distancias, la histórica desorientación del Gobierno estadounidense parece estar trasladándose a la sociedad española. Son muchos los que lamentan que España no se encuentre fuera de la zona del euro para, así, poder devaluar libremente la moneda y recuperar, por esta vía rápida, la competitividad perdida. Ya vimos que no habríamos evitado la crisis estando fuera del euro, pero ¿la capearíamos mejor si nos saliéramos?

Lo primero que debemos tener claro es que existe una diferencia conceptual entre devaluar y depreciar la moneda. Las devaluaciones se dan en un sistema de tipos de cambio fijos, donde los bancos centrales se muestran dispuestos a comprar y vender sus respectivas divisas a un tanto preestablecido; las depreciaciones, por el contrario, se producen en un sistema de tipos flexibles, donde aquéllos se desentienden de la protección de sus divisas, a las que dejan flotar.

Con independencia de que una España fuera del euro estableciera un tipo de cambio fijo o variable para su nueva peseta, entiendo que lo que los defensores de la devaluación pretenden es que la divisa española pierda valor con respecto a todas las demás para, de este modo, encarecer las importancias y abaratar las exportaciones (lo que haría mejorar nuestro deficitario saldo exterior).

En la práctica, este supuesto automatismo, descrito por Friedman en 1953, se cumple tantas veces como se incumple. Por ejemplo, el déficit por cuenta corriente de la zona del euro con Japón creció un 40% entre 2003 y 2007, de modo que, en teoría, el euro debería haberse depreciado con respecto al yen, pero, en cambio, se apreció un 30%. El superávit de la zona del euro con Canadá se incrementó en ese mismo período un 92%, con lo que en principio la moneda europea debería haberse apreciado, pero se depreció aproximadamente un 10%. El superávit corriente con Dinamarca aumentó en un 430%, con lo que cabría esperar una rápida apreciación del euro frente a la corona danesa, pero apenas se apreció un 1%. Por último, el superávit corriente con Suecia se redujo en un 40%, sin que el euro se apreciara más de un 2%.

La intuición de Friedman de que los desequilibrios externos tendían a corregirse con simples cambios en las cotizaciones de divisas parece no conciliarse con la realidad. Y no es complicado comprender el motivo.

En una economía globalizada, esto es, integrada en la división internacional del trabajo, las importaciones no se refieren únicamente a bienes de consumo, sino a factores productivos. Por consiguiente, la devaluación de una moneda no sólo encarece los bienes de consumo extranjeros frente a los domésticos, sino que también encarece los factores productivos extranjeros que necesitamos, entre otras cosas, para exportar. Desde luego, nuestros productos terminados se abaratan con la devaluación, pero también se nos encarece el producirlos, con lo cual nos volvemos menos competitivos.

Imagine que compramos acero a Estados Unidos por 100 dólares para construir unas placas que venderemos a los propios Estados Unidos por 150 euros. Imagine, asimismo, una paridad euro-dólar de 1 a 1, pero que el Banco Central Europeo pretende mejorar la competividad devaluando el euro hasta los 0,8 dólares. Pues bien, si antes comprábamos el acero a 100 euros y lo vendíamos a 150 (1 euro = 1 dólar), ahora pasaremos a comprarlo a 125 euros para venderlo por 150 (1 euro = 0,8 dólares). Con lo que nuestro margen de beneficio se reduciría de 50 euros (el 50% sobre los 100 euros que costaba el acero) a sólo 25 (el 20% sobre los 125 euros que cuesta el acero).

Así las cosas, si el exportador español quiere mantener el margen tendrá que subir el precio de las placas a 187,5 euros, con lo que los estadounidenses seguirán pagando 150 dólares por nuestras placas… y en nada mejoraremos nuestra competitividad. Es más, debido a la subida de precios para mantener el margen, puede que la empeoremos frente a otros socios comerciales que comparten nuestra misma moneda (el euro) o frente a los que no nos hemos devaluado.

Visto lo anterior, conviene preguntarse qué beneficios obtendría España de la devaluación si una abultada parte de nuestro déficit exterior se debe a la importación de petróleo, del que dependemos no sólo para producir electricidad, sino para poner en funcionamiento los camiones que distribuyen nuestras exportaciones hasta, al menos, la frontera. Si una electricidad cara y unos costes de transporte altos fueran a elevarnos en el ranking de competitividad, España debería estar entre los países más competitivos del mundo desde hace años.

No, salir del euro para devaluar nuestra divisa no arregla casi nada. Como mucho, permitiría reanimar la industria del turismo y regresar al tradicional modelo de crecimiento de los años 60 de sol, playa y bocadillo. Con la diferencia de que ahora habría destinos turísticos alternativos más baratos… pese a la devaluación.

Mucho me temo que la solución de nuestro déficit exterior y, sobre todo, la reactivación de nuestro crecimiento sólo procederá de un cambio de nuestro modelo productivo, y no de un pseudoabaratamiento inflacionario del caduco modelo de negocio actual.

Para ello, la receta es la de siempre: ajuste de precios de los activos y liberalización de los mercados de factores para permitir que se creen nuevas industrias exportadoras y otras que reduzcan nuestra dependencia de las importaciones. Para mejorar nuestra competitividad no hace falta que suframos un drástico ajuste interno de salarios que nos sitúe al nivel de los chinos, sino que sepamos reorganizar adecuadamente nuestra estructura productiva.

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