Deberían ser las autonomías quienes pudieran encargarse de recaudar los tributos cedidos.
Todos los gobiernos exhiben una pulsión natural a patrimonializar las instituciones: es decir, a ocuparlas e instrumentarlas en sus propios intereses. El sanchismo no es una excepción a esa regla y, en cierto modo, constituye una expresión superlativamente burlesca de la misma. Tomemos si no el reciente escándalo de la retención de las entregas a cuenta por parte del Ejecutivo y en contra de las comunidades autónomas.
Nuestro —calamitoso— sistema de financiación autonómico posee muchos defectos, y uno de los más clamorosos es que las autonomías dicen disponer de una serie de tributos cedidos (el 50% del IRPF y del IVA más otros impuestos especiales) pero a la hora de la verdad no son ellas las encargadas de recaudarlos, sino que tal tarea le compete a la Administración central (en esencia, porque esta no transfiere directamente los fondos recaudados en cada autonomía a cada una de esas autonomías, sino que los integra en el llamado Fondo de Garantía, para luego redistribuirlos entre las distintas administraciones regionales según criterios nada relacionados con el territorio donde fueron originalmente recaudados).
Al encargarse la Administración central de recaudar unos ingresos ‘cedidos’ a las autonomías y que estas necesitan para sufragar sus propias competencias, se vuelve necesario que, en paralelo, la Administración central les adelante parte de los ingresos que les corresponden sobre la recaudación esperada del año en curso: ese adelanto son las entregas a cuenta (las cuales se terminan de regularizar dos años después, cuando se liquida definitivamente la recaudación de cada tributo).
Las entregas a cuenta son, pues, adelantos reglados de la (previsión) de recaudación de los tributos cedidos a las autonomías. No se trata de un reparto dadivoso y potestativo de fondos del Gobierno central a los gobiernos autonómicos, sino de proporcionarles anticipadamente sus ingresos fiscales, habida cuenta de que se les ha privado de la competencia de recaudarlos y de disponer de ellos por sí mismos. Pero, como es obvio, en la medida en que es el Gobierno central quien efectivamente dispone del dinero de las autonomías, existe un más que amplio margen para que lo racione de acuerdo con su estrategia partidista.
En este sentido, ¿cuál ha sido el objetivo prioritario de Pedro Sánchez durante los últimos meses? Ser investido presidente de un Gobierno monocolor del PSOE (conste, dicho sea de paso, que semejante objetivo me parece, dentro de la presente aritmética parlamentaria y demoscópica, uno de los rumbos menos malos para nuestro país). ¿Y qué necesitaba Sánchez para ser investido presidente sin el voto afirmativo de Podemos? La abstención de PP y Ciudadanos. ¿Y cuál era el argumento con el que Sánchez quería convencer a ambas formaciones para que se abstuvieran? La necesidad de permitir que eche a andar la legislatura. ¿Y por qué era tan perentorio para el PP que echara a andar la legislatura? Porque sus barones regionales necesitaban, para que sus administraciones territoriales continuaran funcionando, los 7.200 millones de euros de entregas a cuenta que Sánchez estaba reteniendo con el objetivo de condenarlas a la asfixia financiera. Es decir, Sánchez presionaba a los barones autonómicos del PP para que estos empujaran a Pablo Casado a la abstención.
El argumentario empleado por la abogada del Estado —abogada del partido— con el propósito de avalar jurídicamente el chantaje político de Sánchez contra el PP sostenía que transferir tales entregas a cuenta a las autonomías comprometería las acciones del futuro Ejecutivo central, cuando las entregas a cuenta no son fondos sobre los que el Gobierno central pueda disponer caprichosamente, sino sumas que han de ser transferidas, lo quiera el futuro Gobierno o no lo quiera, las autonomías. Es decir, el tipo de decisiones de un Gobierno en funciones que incuestionablemente sí condicionan las actuaciones de un futuro Ejecutivo de signo distinto no son las regladas y obligatorias entregas a cuenta, sino los electoralistas y prescindibles ‘viernes sociales’: extrañamente, el PSOE jamás tuvo problema alguno con los segundos y, sin embargo, extremó su celo que las primeras. Con todo, tan pronto como se han convocado ‘de facto’ nuevas elecciones, el propio Ejecutivo en funciones ha reconocido que, mágicamente, ya resulta posible desbloquear las entregas a cuenta por cuanto ya no comprometerán a un futuro Gobierno: a saber, lo que valía ayer cuando se estaba perpetrando el chantaje ha dejado de valer hoy cuando ese chantaje ya ha caducado.
El caso, más allá de ilustrar nuevamente la ruin instrumentación de las instituciones que tienden a efectuar nuestros gobernantes, debería llevarnos nuevamente a reflexionar sobre la necesidad de modificar la forma de esas instituciones para reducir el riesgo de que se produzca tan ruin instrumentación. Más en concreto, si los tributos cedidos a las autonomías son ingresos de las autonomías, deberían ser estas quienes, de así escogerlo, pudieran encargarse de recaudarlos: de ese modo, la provisión de los servicios que tienen transferidos no dependería de la artera manipulación de las entregas a cuenta por parte de partidos políticos cuya única obsesión es apuntalarse en el poder. Pero, claro, para avanzar en esa dirección, también deberían avanzar en la necesaria descentralización fiscal de España: y prácticamente ningún político nacional quiere renunciar a la capacidad de comprar el voto de los electores de la mayor parte del país con el dinero de los contribuyentes de unas pocas autonomías.