Que debieron adoptarse medidas de distanciamiento social antes del 8-M es algo que, tras un exceso de muertes superior a los 40.000 fallecidos durante las últimas semanas, no admite demasiada discusión. Las autoridades españolas actuaron tarde —muy tarde en relación con la situación epidemiológica del país y el grado de descontrol de los contagios— y precisamente por ello el virus penetró terriblemente dentro de nuestra sociedad. Si se hubieran tomado medidas antes —no mucho antes, sino solo algunos días antes—, más del 60% de los fallecidos por el coronavirus podrían haber salvado sus vidas. Pero ¿por qué actuaron tan tarde?
Hasta ahora, la explicación mayoritaria desde el ámbito gubernamental ha sido que “no se podía saber”. Pero esta es una explicación enormemente endeble porque, aun habiendo un alto grado de incertidumbre sobre cómo iba a evolucionar la pandemia, otros países con una situación epidemiológica similar —o menos grave— que la de España ya habían tomado diversas medidas de distanciamiento social antes del 8-M. En particular, según el Oxford Stringency Index —indicador sintético que empleó Sánchez para evaluar su labor al frente del estado de alarma—, España iba bastante por detrás de Francia o Alemania en los esfuerzos por contener la propagación del patógeno hasta el 8-M. ¿Por qué Francia o Alemania podían sí saber pero España no?
Pues porque, quizá, lo que faltó no fue tanto información cuanto voluntad política. Este fin de semana, en una entrevista para ‘La Vanguardia’, se le preguntó al presidente del Gobierno qué cambiaría si pudiera volver atrás. Y su respuesta resulta bastante sintomática del contexto y de los incentivos bajo los cuales actúan nuestros gobernantes:
¿El estado de alarma se tenía que haber aprobado antes? No lo niego ahora mismo, pero también es cierto que la sociedad española y muchas fuerzas políticas no lo hubieran entendido con un número de fallecidos inferior al que teníamos en la segunda semana de marzo…
Expresado de otra forma: ante la duda razonable de aplicar medidas preventivas de distanciamiento social —como ya habían hecho otros países en aquel momento, acaso porque entendían la enorme asimetría de riesgos que existía entre actuar y no actuar en medio de una pandemia—, Pedro Sánchez no solo tuvo en cuenta la situación epidemiológica del país, sino que también les tomó el pulso a la opinión pública y a su Frankenstein parlamentario. Ante la duda, se optó por el camino políticamente más sencillo: por aquel que no generaba a muy corto plazo desgastes de popularidad ni confrontación política.
¿Y por qué a un gobernante como Sánchez le obsesionan su imagen pública y sus ententes parlamentarias? Pues porque esos son los dos pilares sobre los que se sustenta su permanencia en el poder: y el principal objetivo de todo político —o, al menos, de todo político que asciende tanto en el ‘cursus honorum’ estatal— es acceder y permanecer en el poder a casi cualquier precio. Su verdadera ambición no es prestar un servicio público o buscar el interés general, sino manejar el Estado a su antojo. ¿En qué cabeza cabe, pues, que un gobernante deje de tomar alguna decisión —incluso decisiones cruciales para salvar millares de vidas en medio de una pandemia— sin subordinarla a su particular calculadora de votos? ¿En qué cabeza cabe que el escorpión deje de comportarse según su naturaleza de escorpión?
Eso sí, resulta llamativo que muchos de los que critican el funcionamiento de los mercados por ser demasiado cortoplacistas y por despreocuparse de la búsqueda del bien común (ambas críticas son incorrectas, pero exponer sus errores no es relevante para mi presente argumento) se echen rápidamente en brazos del intervencionismo estatal cuando ese intervencionismo está teledirigido por gobernantes que también son extremadamente cortoplacistas y egoístas: por gobernantes que han llegado hasta donde han llegado a través de un proceso de selección adversa (la competencia política) en el que triunfan los más tramposos, manipuladores y arribistas (‘a contrario sensu’, los políticos que no cumplan con esas características no tenderán a llegar a los puestos más elevados de mando, dado que habrán sido pisoteados por otros con menos escrúpulos). O bien el cortoplacismo y el egoísmo no eran sus auténticas y genuinas preocupaciones o bien caen en la peligrosa falacia del Nirvana, según la cual habríamos de comparar los mercados realmente existentes no con los Estados realmente existentes, sino con Estados idealizados e irreales.
La escalofriante sinceridad de Sánchez no solo pone de manifiesto que los criterios técnicos jamás fueron los únicos que guiaron la actuación del Gobierno en medio de la epidemia, sino que también nos recuerda cuál es la esencia misma de la política: el poder, incluso a costa de la vida y la salud de los ciudadanos.