Si los nacionalistas reclaman más autogobierno, existen formas sensatas y positivas de instaurarlo.
En artículos anteriores he explicitado mi defensa del derecho de secesión individual como una manifestación fundamental de la libertad de asociación (y de desasociación) que posee toda persona. Lo anterior no significa que uno pueda ejercer unilateralmente, y al margen del contexto institucional vigente, ese derecho de secesión: significa que el marco jurídico debe modificarse —sin dilación y con las pertinentes garantías para todas las partes implicadas— para habilitar un procedimiento reglado que permita ejercer ese derecho de separación.
Por consiguiente, uno puede oponerse razonablemente al ‘procés’, por cuanto este no se desarrolla conforme al marco jurídico actual, y al mismo tiempo puede reclamar la modificación de ese marco jurídico para que deje de cercenar el derecho de separación política (del mismo modo, uno podría oponerse al fraude fiscal y, al mismo tiempo, reclamar que se deje de expoliar tributariamente a los ciudadanos). Son muchos —demasiados— los que se enrocan en la primera parte del argumentario (el ‘procés’ carece de validez jurídica porque vulnera el presente imperio de la ley) y muy escasos —demasiado pocos— quienes se plantean seriamente qué hacer el día después de haber abortado el ‘procés’ por la fuerza policial. Porque una cosa es exigir respeto procedimental al ordenamiento jurídico vigente y otra muy distinta utilizar el ordenamiento jurídico vigente como un candado estructural contra los derechos individuales de los ciudadanos. Evitar que algunos se salten hoy las normas no es excusa para evitar reformar esas malas normas de inmediato.
Mas, al parecer, todo el problema político planteado por el independentismo catalán termina bloqueando el ‘procés’. Pero el ‘procés’ es solo un síntoma de una desafección previa y mucho más profunda: varios millones de ciudadanos catalanes (dos millones de votos depositados en Junts pel Sí y la CUP en las pasadas elecciones) que desean independizarse y organizarse políticamente al margen del Estado español. ¿Qué hacer con ellos una vez frenado el ‘procés’ y en ausencia de una reforma institucional que habilite su separación?
La única respuesta que muchos unionistas aciertan a articular es la amenaza: “Aunque no os queráis quedar dentro del Estado español, no os va a quedar otro remedio que someteros indefinidamente al ‘diktat’ de la mayoría de españoles que sí os quiere dentro”. Como mucho, tal amenaza de unidad por la fuerza es suplementada con una promesa de adoctrinamiento españolista que revierta el adoctrinamiento catalanista previo (adoctrinamiento catalanista previo que, no lo olvidemos, también se justificó debido a un adoctrinamiento españolista previo): “Os vamos a españolizar para que no os queráis marchar y, en consecuencia, no sea necesario manteneros dentro por la fuerza”. Pero cuesta creer que quienes quieren marcharse hoy vayan a cambiar de opinión so amenaza de represión y de lavado de cerebro: si la unidad del Estado español pretende fundamentarse sobre la coacción y la propaganda, y no sobre las ventajas que reporta la unidad, tal vez sea que la unidad beneficia a quienes se quieren quedar a expensas de quienes se quieren marchar.
Por ello, si se aspira a solucionar a largo plazo ‘el problema catalán’ (el problema de que millones de ciudadanos catalanes deseen separarse del Estado español) sin convertir España en una cárcel que retenga por la fuerza a millones de desafectos, habrá que ofrecer una alternativa suficientemente atractiva para esos millones de desafectos. El «no porque no», el «no porque somos más», el “no porque lo dicta la Historia”, el “no porque es lo que hay”, el “no porque somos tus dueños”, nunca han sido argumentos verdaderamente sólidos para convencer a quienes únicamente buscan avanzar hacia marcos de convivencia distintos a los actuales. Pero ¿qué alternativa puede ser esa?
La mejor y más justa sería, como ya he indicado en otras ocasiones, reglamentar el derecho de separación para permitir la constitución de nuevas comunidades políticas por parte de aquellos que así lo deseen: semejante reglamentación debería, por un lado, garantizar los derechos de quienes no desean separarse y, por otro, clarificar los costes y obligaciones que deberán asumir quienes sí deseen hacerlo. Solo aquellas comunidades políticas que se mantienen unidas a pesar de que podrían segregarse por libre decisión de sus miembros son comunidades políticas que se esfuerzan por preservar los derechos y los intereses de todos esos miembros.
Adicionalmente, habrá que atender a las reivindicaciones de los desafectos y buscar su encaje dentro del marco jurídico español. ¿Por qué protestan los secesionistas? ¿Qué reclaman exactamente que pueda ser legítimo y acorde a derecho? Pues, en esencia, que no quieren ser gobernados desde Madrid, es decir, desde La Moncloa y desde la Carrera de San Jerónimo. Y no me extraña: yo tampoco quiero ser gobernado desde tales instituciones estatales. Es verdad que mi reivindicación no es la misma que la de muchísimos nacionalistas —yo reclamo más libertad individual frente a cualquier ente estatal, ellos exigen el derecho colectivo a crear su propio Estado con soberanía para controlar la libertad individual ajena—, pero ambas tienen un poso común: el autogobierno. Y si los nacionalistas reclaman más autogobierno, existen formas sensatas y positivas de instaurarlo: formas que, además, no tienen por qué estructurarse alrededor de entelequias colectivistas como la nación, sino de niveles de administraciones mucho más próximos al ciudadano, como la provincia (modelo vasco) o incluso al municipio (aproximándonos al modelo suizo).
La manera más eficaz de controlar a los poderes públicos es acercándolos al ciudadano: no centralizándolos en administraciones absolutamente alejadas del mismo. La manera más eficaz de escapar de las administraciones ineficientes es disfrutando de otras administraciones cercanas a las que poder mudarse y refugiarse. La manera más eficaz de romper el relato nacionalista (la nación es la base del autogobierno colectivo) no es confrontando distintas legitimidades nacionales (“la nación española es la verdadera, la nación catalana no existe”; “la nación catalana es la verdadera, la nación española es extranjera”), sino demostrando que es posible organizar la acción colectiva (la provisión de bienes y servicios colectivos) sobre bases no nacionales (el municipio o la provincia). Si los nacionalistas reclaman más descentralización, démonosla: no apostemos por la centralización por una mera caricatura antitética.
En definitiva, aunque logre sofocarse el 1 de octubre, el problema que constituye el independentismo —esto es, el problema que constituye el que millones de personas quieran separarse de la comunidad política que forzosamente integran— no desaparecerá. La amenaza del uso de la fuerza y del recurso al adoctrinamiento sobre los díscolos tampoco lo aplacará, sino que, al contrario, desvelará la sinrazón de quienes desean mantener la unidad aun a costa de socavar la libertad individual. Por el contrario, después del 1 de octubre, deberíamos comenzar a reformar el marco institucional español para, por un lado, dotar de auténtica autonomía a los municipios y, por otro, habilitar un procedimiento garantista de separación para aquellos que, a pesar de esa mayor autonomía y de todos los costes que comporta la secesión, deseen seguir organizándose políticamente al margen del actual Estado español. Si incrementamos las ventajas y reducimos los costes de seguir dentro, y si además no pretendemos retener a nadie ni por la fuerza ni por la propaganda, entonces es probable que muchos de los que hoy quieren irse no sientan la necesidad de hacerlo. Seducir en lugar de amenazar.