Esta semana pasada los grupos de presión de turno nos han asaltado con documentos y propaganda anticapitalista con la excusa del día mundial del agua. Su mensaje es el de siempre: “estáis destruyendo el mundo, así que dejar de vivir como queréis y obedeced: no consumáis”. Lo mismo nos dicen sobre la electricidad, alimentos, etc.
Una de los principales argumentos para el “desarrollo sostenible” anticapitalista es la escasez. El agua, electricidad, recursos naturales, etc. son escasos y por tanto hemos de reprimirnos de su uso.
Pero la realidad es que todo lo que nos rodea es escaso: automóviles, casas, lámparas, educación, trabajo, etc.; y es por eso que todas las cosas tienen un precio. El precio es el mecanismo natural que regula las relaciones entre oferta y demanda. Si las cosas no tuviesen precio, y eso significaría que son ilimitadas, la economía no haría falta y todos viviríamos en el Paraíso: nada escasearía, no nos haría falta trabajar, todo lo tendríamos al alance de la mano.
Pero vivimos en un mundo donde la naturaleza no es capaz de crear coches, escuelas, DVDs, supermercados, ni nos lleva el agua a nuestras casas. En otras palabras, la mayoría de objetos materiales y servicios que la sociedad nos brinda son limitados y hemos de trabajarlos para vivir y satisfacer al resto de la comunidad.
Fue esta cooperación descentralizada y voluntaria la que creó el Capitalismo y la superabundancia posterior: cuando la gente trabajaba en aquello que más valoraba el resto de la sociedad, mejor vivía y más contribuía a la satisfacción de los demás.
En una sociedad no intervenida y libre todo aquello que tiene un valor y es escaso adquiere un propietario natural. El propietario trabaja su bien para ofrecerlo mediante el comercio al resto de la comunidad para ganar algo a cambio. La propiedad privada nace del trabajo de uno mismo o de lo que nosotros pagamos voluntariamente por el trabajo, voluntario también, de otro. Tanto oferente como demandante salen ganando de este intercambio pacífico, sino no se realiza.
Lejos de esta forma pacífica y voluntaria, la solución del estado ha sido nacionalizar y tomar por la fuerza los “recursos sostenibles” en nombre del “bien común” eliminando el disfrute de éstos a cualquiera: ha expropiado terrenos y casas, ha creado parques protegidos a los que no podemos acceder, zonas verdes que impiden el desarrollo económico y el posterior traslado forzoso de personas y empresas, precios máximos en el sector eléctrico que crean pérdidas a las compañías y posteriores cortes eléctricos para sus clientes, monopolios nacidos de los favoritismos políticos y corrupción, leyes y tributos sobre el suelo urbanizable que encarecen la vivienda, etc. Si nos creemos que por arte de magia los bienes se pueden multiplicar y redistribuir para todos por igual, lo único que conseguiremos es que no haya nada para nadie. La economía sostenible anticapitalista es la excusa política para sacarle al individuo su propiedad y libertad.
Si valoramos los recursos naturales por su utilidad y escasez, eso significa que tienen un precio, y si permitimos el acceso de estos recursos a sus legítimos propietarios —todo aquel que sepa encontrarle un lugar en el mercado—, éstos se cuidarán que persistan cuidándolos y comerciando con ellos a cambio de una recompensa económica; sino lo hacen, se les acabaría el negocio. Nadie crea una empresa para arruinarse, en cambio, al político le da igual las consecuencias de sus actos. El político siempre seguirá cobrando independientemente de lo que haga. Si lo hace muy mal lo destituirán pero le darán otro cargo con el mismo o mejor sueldo para que no se queje o no monte un escándalo.
Si nos desprendemos de la expropiación estatal (impuestos, leyes, licencias, patentes, etc.) conseguiremos un mundo sostenible, fructífero y Capitalista de verdad donde la escasez, a través del trabajo y afán de lucro empresarial, consiga la abundancia y riqueza para la comunidad y no de la comunidad como pretende el burócrata.