Con la esperada reducción de los accidentes que tendrá lugar cuando las máquinas tomen el volante, cada nuevo siniestro será examinado con una minuciosidad propia de un desastre aéreo.
Durante décadas, las previsiones de los futurólogos sobre el avance de la tecnología siempre se veían defraudadas en el mismo punto: la inteligencia artificial. Dado que se logró muy pronto que los ordenadores pudieran realizar tareas que a los humanos nos cuestan bastante, como jugar al ajedrez, se pensó que otras labores aparentemente más sencillas estaban a la vuelta de la esquina. Y resultó que no, que en realidad lo único que era fácil para un ordenador era aquello en que las personas tenían que esforzarse en parecerse más a una computadora, y que cosas que ni tenemos que pensar, como identificar que el objeto que vemos es una silla, resultan tan endiabladamente complejas para un ordenador que pasaron décadas y décadas con avances a ritmo de tortuga.
Parece que esto ha cambiado en los últimos años. El crecimiento en la capacidad de procesamiento y almacenamiento de los ordenadores ha permitido que montañas que parecían imposibles de escalar hayan sido conquistadas. Google ha logrado que su buscador devuelva fotos de la torre Eiffel cuando buscas foros de la torre Eiffel. Nuestros móviles nos entienden cuando hablamos. Skype traduce lo que decimos en tiempo real con una calidad razonable. Y los coches están aprendiendo a conducir solos. Y es con este último avance con el que las preocupaciones de las que se han ocupado durante décadas los escritores de ciencia ficción van a empezar a convertirse en el trabajo real de ingenieros… y abogados.
Ha sido Mercedes la que ha hecho saltar la liebre, al reconocer que sus vehículos, en el improbable caso de que tuvieran que elegir, darían prioridad a la vida de sus ocupantes sobre la de los viandantes. La razón que ofrecen es completamente lógica: el coche puede controlar sólo lo que hace él y por tanto garantizar que las personas que transporta van a seguir vivas tras el incidente; sin embargo, no tiene control sobre viandantes o pasajeros de otros vehículos y bien podría pasar que sacrificara a los señores que viajan en el Mercedes para que pocos segundos después las personas que ha salvado momentáneamente murieran por razones que escapan a su control. Pero la polémica estaba servida: no es tanto que la decisión parezca alinearse demasiado bien con los incentivos de la compañía (¿qué coche preferirá un comprador, el que lo salva a él o el que quizá sacrifique su vida?), sino sobre todo que parece demasiado lógica, demasiado fría y demasiado inhumana.
Aunque fue el escritor checo Karel Capek el primero en usar la palabra «robot» en una obra escrita en 1920, referida más a humanos artificiales tipo Blade Runner que a seres metálicos artificiales, es Isaac Asimov en 1942 el primero en imaginarlos como productos industriales, creados por ingenieros con salvaguardas destinadas a protegernos de ellos. Nacieron así las tres leyes de la robótica, que en primer lugar impiden que un robot nos haga daño o permita que lo suframos, le obliga a obedecernos y, en último término, a protegerse a sí mismo. Son un código moral programado en el cerebro robótico, pero que como todo código moral presenta lagunas en situaciones concretas, que fue lo que Asimov estuvo explorando, con mayor o menor intensidad, durante casi toda su carrera literaria.
En Yo, Robot, la infiel adaptación cinematográfica de su obra, se explora uno de estos dilemas morales: el policía protagonista está sumido en una terrible depresión después de sufrir un accidente en el que fue salvado de morir ahogado por un robot; un robot que prefirió ayudarle a él y no a una niña porque eligió rescatar a quien, por su constitución física, tenía más posibilidades de sobrevivir después de tanto tiempo sin respirar. Una elección completamente lógica… e inhumana. ¿Qué pensaremos si nuestro coche decide salvar nuestra vida a costa de la de un crío? Con la esperada reducción de los accidentes que tendrá lugar cuando las máquinas tomen el volante, cada nuevo siniestro será examinado con una minuciosidad propia de un desastre aéreo, y este tipo de preguntas pasarán a ser objeto de debate público y político. Pero por algún punto hay que empezar, y no parece que el de Mercedes sea peor que cualquier otro.