El Gobierno acaba de presentar la segunda reforma estructural del sistema público de pensiones en apenas tres años. Entre otras medidas importantes, el PSOE retrasó la edad legal de jubilación desde los 65 hasta los 67 años, elevó de 35 a 37 años el periodo obligatorio de cotización para cobrar la totalidad de la prestación y amplió de 15 a los últimos 25 años la base de referencia sobre la que calcular el importe de la pensión. Ahora, el PP completa la reforma con otras dos medidas clave. En primer lugar, las pensiones dejarán de revalorizarse en función de la inflación (IPC), aunque, como mínimo, subirán un 0,25% anual en momentos de dificultades económicas. Y, en segundo término, introduce el "factor de sostenibilidad", que permitirá adecuar los futuros desembolsos en función del progresivo aumento de la esperanza de vida. Este amplio paquete de correcciones persigue un único objetivo, prolongar la supervivencia del actual modelo público de reparto a costa de incumplir, una vez más, los compromisos adquiridos con los cotizantes de la Seguridad Social, ya que el Estado les exige más ingresos de los previstos inicialmente (años extra de cotización o mayores aportaciones al sistema) a cambio de pensiones más bajas.
Por desgracia, no es la primera vez –ni será la última– que quiebra el sistema, si por quiebra se entiende la modificación unilateral de las condiciones vigentes. Y la razón, en este caso, no estriba en la mala fe o incompetencia de los gestores públicos, sino en el grave error de imponer a la fuerza un modelo –el de reparto– que es estructuralmente deficitario. No en vano la Seguridad Social constituye un fraude piramidal similar al orquestado por el ya famoso Bernard Madoff en EEUU, hoy en prisión, tras ser condenado a cadena perpetua.
El problema de fondo es que los ingresos del sistema dependen, exclusivamente, del número de trabajadores obligados por ley a sufragar las pensiones de los actuales jubilados, y, dado el declive demográfico que sufren los países desarrollados, precisa de constantes parches para continuar en pie. En el caso concreto de España, las proyecciones avanzan una pirámide poblacional invertida, lo cual evidencia la inexistencia de relevo generacional para poder sostener en el futuro el mal llamado Estado del Bienestar. Así, para 2052 se estima que el 37% de los españoles tendrá más de 65 años, frente al 17% actual, de modo que el número de jubilados pasará de 9 a 15 millones y el coste del sistema se triplicará, hasta situarse en el 18% del PIB. Además, para entonces la esperanza de vida, muy posiblemente, superará los 90 años de media. Si a ello se suma una baja tasa de natalidad, es evidente que sin reformas el sistema sería inviable financieramente a medio plazo.
Sin embargo, de las distintas opciones que existían para garantizar las pensiones, la clase política española se ha decantado por la peor: mantener el actual modelo público de reparto y, por tanto, apostar por el fraude y la quiebra permanentes. Por el momento, la reforma aprobada por el PSOE en 2011 recortará las futuras pensiones entre un 10 y un 15%, al tiempo que los jubilados perderán unos 400 euros extra al año entre 2014 y 2022 gracias a la nueva fórmula de revalorización propuesta por el PP. Y ello sin contar el factor de sostenibilidad, cuya aplicación, a partir de 2019, implicará un recorte adicional de entre el 20% y el 45% con respecto a las prestaciones vigentes. En total, los jóvenes de hoy cobrarán pensiones públicas entre un 30 y 60% más bajas.
Y el problema es que las actuales no son, precisamente, elevadas –las contributivas ascienden a poco más de 1.100 euros brutos al mes–. Los propios expertos del Ministerio de Hacienda admiten que el modelo de reparto condenará a millones de futuros jubilados a cobrar pensiones muy bajas, generando incluso amplias "bolsas de pobreza en la población pensionista". El sistema sobrevivirá, sí, pero en ningún caso otorgará una jubilación de oro a los españoles, sino un retiro paupérrimo que, además, se verá agravado por futuros parches, como, por ejemplo, nuevos retrasos en la edad legal de jubilación –de los 67 a los 70 años, posiblemente–.
Así pues, la verdadera tragedia no radica en una reforma que, a todas luces, era inevitable para poder seguir abonando las pensiones, sino en el mantenimiento de un sistema que impone a la fuerza una jubilación cada vez más tardía y mísera. Y lo más grave es que, lejos de explicar y aclarar a los cotizantes el verdadero rostro de este injusto y cruel sistema, PSOE y PP coinciden en la necesidad de prolongar su vigencia mientras se acusan mutuamente de reducir la capacidad adquisitiva de los pensionistas, cuando, en realidad, ambos son igualmente culpables. Es decir, el gran engaño del poder político en torno a las pensiones públicas consiste en no advertir de forma clara y contundente a los actuales trabajadores de que deberían empezar a ahorrar cuanto antes para garantizarse unos ingresos más o menos dignos en la tercera edad.
La solución al constante problema de las pensiones públicas no estriba en su reforma permanente, sino en la completa demolición y progresiva sustitución del actual modelo de reparto por otro de capitalización, en el que los cotizantes podrían rentabilizar sus ahorros a largo plazo, haciéndose así con un elevado patrimonio con el que poder retirarse cómodamente, incluso antes de los 65 años.