l pasado viernes, 291 diputados de diferentes formaciones políticas entre las que se encuentran los dos partidos mayoritarios (PSOE y PP), Podemos y Ciudadanos, aprobaron en el Congreso una Proposición no de Ley para combatir el negacionismo de la Violencia de Género. Esta PNL instaba al Gobierno a, como dice su nombre, combatir los discursos que niegan la existencia de ese tipo de violencia.
Sin entrar en la cuestión sobre los orígenes y el comportamiento de la violencia en el hogar, pues ni soy una experta ni me gustaría tirar por la borda años de investigación académica, cabe destacar la ligereza con la que en un texto de no más de 4 páginas se hace referencia a la misma. Teniendo ello una gravedad no menos importante, hay una cosa que me preocupa todavía más.
La aprobación de esta PNL puede parecer, a priori, un acto puramente simbólico de apoyo al discurso, ahora mayoritario en el Congreso, que se arroga la consideración por el beneficio y protección de las mujeres. Pero no es así.
Estos actos parlamentarios, que pueden ser tanto elementos de control como de impulso político, y que buscan conseguir una resolución del órgano en el que se presentan (el pleno del Parlamento o una comisión), tienen como último objetivo que lo votado no se quede en una simple declaración de intenciones y que tenga un desarrollo posterior: ya sea con la aprobación de ciertas normas legislativas, por ejemplo. Y ahí es donde está el quid de la cuestión. El desarrollo inmediatamente siguiente de esta PNL es, precisamente, la persecución de los discursos disidentes, usando como pretexto esa lucha contra el negacionismo.
En un momento en el que ciertos consensos de la democracia liberal están siendo amenazados por populismos y autoritarismos, que creen que la verdad debe ser dictada desde el poder, conviene rescatar a un autor muy importante. John Stuart Mill, odiado por unos y amado por otros, escribía en 1859 una obra sublime en defensa de la Libertad.
Cuestionar la libertad de expresión y la pluralidad pone en jaque los cimientos de la convivencia
En On Liberty, Stuart Mill hablaba de la importancia de la libertad de expresión en la búsqueda de la libertad. Decía que «la única forma de que un ser humano pueda conocer a fondo un asunto cualquiera es la de escuchar lo que puedan decir personas de todas las opiniones, y estudiar todas las maneras posibles de tratarlo». Pues de negar esa posibilidad de confrontación tan elemental, los que la niegan estarían creyendo «no pecar de infalibilidad al reconocer que la discusión debe ser libre en cualquier asunto que pueda parecer dudoso, y, al mismo tiempo piensan que hay doctrinas y principios que deben quedar libres de discusión, porque son ciertos, es decir, porque ellos poseen la certezas de que tales principios y doctrinas son ciertos».
La libertad de pensamiento y expresión no solo es fundamental como principio vertebrador de cualquier democracia liberal. Tiene además un componente utilitarista. Si cuando gobiernan los nuestros no protegemos ese derecho, cuando gobierne el adversario no podremos exigir que actúe de distinta forma. Y así la raíz misma de la Libertad, la duda y la falibilidad, estará en constante amenaza.
Dudar ante la determinación de lo que es bueno para uno, y contemplar la posibilidad de error, nos previene de una de las más crueles imposiciones: la imposición a los demás de una moral ajena que además pueda ser errónea.
En la convivencia en sociedad se debe poder discutir de todo y en todo momento, siempre que sea de forma pacífica y respetuosa, y siempre que se dé la oportunidad al adversario de defenderse. La libertad de expresión es uno de los aspectos más importantes de las sociedades abiertas y plurales en las que los ciudadanos pueden realizar su proyecto de vida sin que otros interfieran coactivamente.
Lo contrario, poner en cuestión la libertad de expresión y la pluralidad, pone en jaque los cimientos de la convivencia pacífica entre ciudadanos.