Para entender lo que está pasando es imprescindible analizar tanto el origen como el desarrollo normativo en el sector.
No, el título de este artículo no es una broma. Puede parecerlo, pero esperen unos años…
Sí, ya sé que esta semana lo que tenemos es a los taxistas en huelga. Uber y Cabify, en el punto de mira. Los usuarios, divididos. Unos hablan de derechos laborales, cambios normativos imprevistos y precarización del sector. Otros apelan a su libertad para elegir quién les presta el servicio y aplauden el extra de calidad que trae la competencia. El debate está servido y la batalla, en las calles.
A medio plazo, sin embargo, puede que las cosas cambien. El enfrentamiento de hoy es el que vemos en las fotos de las manifestaciones en Barcelona y Madrid. Pero el de mañana puede ser otro. Y entonces, los enemigos irreconciliables pueden ser aliados. En realidad, los mismos motivos que han generado la situación actual pueden empujar a que ocurra algo muy parecido en el futuro no tan lejano.
El origen de todo
En este conflicto hay más ruido que análisis. Y para entender lo que está pasando es imprescindible analizar tanto el origen como el desarrollo normativo en el sector y las causas económicas que se esconden tras las razones de unos y otros.
En su momento, los ayuntamientos decidieron que tenían que regular el servicio de transporte de viajeros a través de la concesión de licencias. En cada ciudad habría un motivo inicial. Pero se intuyen tres razones para justificar un sistema de licencias tasadas para una actividad que, en principio, no lo necesitaba:
- Unificar el servicio y garantizar la calidad del mismo (por ejemplo, a través de los precios y las normas que los ayuntamientos imponen)
- Incentivar la actividad (puede parecer una contradicción, pero al poner un tope máximo, te aseguras un mínimo que de otra forma podría no darse, porque muchos posibles taxistas no se meterían en el sector por temor a una excesiva competencia)
- Garantizar el servicio en toda la ciudad (algunas versiones apuntan a que las licencias comenzaron para evitar que los taxistas se concentrasen en unos barrios y evitasen las zonas más peligrosas de las ciudades)
Aquí hay un punto importante que no siempre se tiene en cuenta, pero es relevante. En esa primera emisión de licencias estaba implícito el acuerdo de que el número de nuevos permisos estaría más o menos limitado. No sé si en alguna ciudad del mundo ese compromiso se habrá plasmado en un límite concreto establecido por la ley, pero sí parece evidente que taxistas, usuarios y administraciones sabían que el modelo era ése.
No entro en si esto es justo o no, si aquella primera ley sobre el taxi era necesaria o si, desde un punto de vista estrictamente económico, están justificadas las rentas de los beneficiarios… Eso se lo dejo a los teóricos. Lo que digo es que es importante tener todo esto en cuenta porque ese pacto no escrito está detrás de las reivindicaciones de los taxistas y no es absurdo que así sea. Sí, en parte tenemos a un colectivo que lucha en favor de una legislación que le favorece. Pero no podemos olvidar que también pelean por lo que creen que es un cambio en las reglas del juego a mitad de partida. Y un cambio que les cuesta mucho dinero, porque ellos entraron y pagaron un dineral por sus licencias pensando que las reglas se iban a mantener estables. Si no entendemos esto, el diálogo será imposible.
Hasta hace unos años, el terreno de juego parecía bien definido. La administración imponía unas licencias y limitaba su número. A cambio, los taxistas tenían la obligación de aceptar las reglas que les dictaba el ayuntamiento de turno: básicamente son precios, días de trabajo y obligación de dar el servicio en todo el término municipal. Por último, los taxistas tenían las ventajas que se reservan a los servicios públicos: pueden llevar un letrero que les identifica, recoger viajeros en la calle y usar las vías exclusivas del transporte público (carril bus, espacios especiales de recogida de viajeros en estaciones y aeropuertos…)
¿Había alguna otra opción para el usuario? Piensen en el año 1995, ¿qué podía hacer alguien que quisiera moverse por Madrid y no quisiera recurrir a un taxi? Pues la alternativa era un coche con chófer. Llamaba a una agencia, contrataba el servicio y lo pagaba.
Por alguna extraña razón (y digo extraña porque no creo que en los años 80 o 90 nadie pensara en España que era necesario limitar el número de chóferes) se puso ese límite del que todo el mundo habla estos días: 1/30. Como explica Manuel Llamas este martes, en 2009 se levantó el límite y nadie protestó demasiado, porque Uber y Cabify ni estaban ni se les esperaba. En aquellos años, las quejas de los taxistas iban más dirigidas a servicios que jugaban en el terreno de juego de la alegalidad porque no estaba muy claro qué eran (si un servicio complementario, un vehículo con chófer…): por ejemplo, esos hoteles que ponían mini-buses para trasladar a sus clientes al aeropuerto.
Sin embargo, aunque sea la excusa para las manifestaciones de esta semana, la clave de lo que pasa estos días y del conflicto que vivimos desde hace años no está en el número de licencias VTC. Está claro que si se prohibieran o se limitaran a 100 licencias en todo Madrid se acababa el tema por ahora. Pero no es eso lo que ha cambiado el terreno de juego. La norma es la misma ahora que en 1995. Los taxis siguen siendo los únicos que pueden llevar un letrero de taxi por la calle, los únicos que pueden recoger viajeros y los únicos que pueden usar los espacios reservados al transporte público. También siguen con sus tarifas intervenidas y mantienen la obligación de prestar el servicio como marca la ley. Nadie más se puede aprovechar de estas ventajas ni sufre esos perjuicios. Y cualquier que quiera un coche con chófer tiene que hacer lo mismo que en 1995: buscar una compañía que ofrezca el servicio, pactar un precio y firmar un contrato.
¿Cuál es la diferencia? Pues lo que ha ocurrido es que internet ha hecho con el transporte lo mismo que con otros cientos de sectores: ha hundido los costes de transacción y ha disparado las ventajas de los efectos de red. Antes era muy complicado contratar uno de estos servicios (había que ir a la agencia, que hubiera un coche disponible, coordinarse para la vuelta con esa misma agencia…). Y para la empresa tampoco era sencillo maximizar el uso de su flota (vamos, que conseguir tres-cuatro clientes para un coche en el mismo día ya era un triunfo). La suma de ambas circunstancias provocaba que el servicio fuera caro y que hubiera poca oferta del mismo. El problema no era el número de licencias. Fuera de España no había límites para VTC y los coches con chóferes no inundaban las calles de Londres, París o Viena.
Hay que recordarlo porque es clave: más allá de la discusión sobre el número de licencias VTC, que es algo que sólo se produce en España e Italia, lo que ha cambiado en todas las ciudades del mundo no es la ley ni el acuerdo implícito taxistas-ayuntamientos para limitar las licencias de taxi. Lo que ha cambiado es la tecnología, que ahora hace rentable un negocio que antes no lo era.
Las soluciones
El problema es que, si no hay cambio legal, también se hace mucho más complicado el argumento de los taxistas. Desde hace años, viendo los cambios que ha sufrido el sector, han surgido muchas voces que piden que se indemnice a los taxistas por la pérdida sufrida. Su licencia, por la que tanto pagaron, ahora no vale casi nada (desde luego, mucho menos que antes) y hay ayuntamientos que se plantean compensarles de alguna manera.
Por ejemplo, en este pequeño artículo del Montreal Economic Institute se explica lo que está ocurriendo en Australia. En Nueva Gales del Sur se ha liberalizado el sector por completo. El objetivo es aprovechar las enormes ventajas que esto podría traer a la economía de la zona. Un transporte más barato y ágil puede generar beneficios económicos, que muchas veces ni siquiera se ven a primera vista. Por eso, lo que están haciendo los australianos es reducir al mínimo los requisitos y el coste para tener una licencia de transporte (también han reducido las obligaciones para los taxistas). Esto ha disparado la competencia. A cambio, han creado una tasa temporal de 1 dólar por viaje que pagarán los usuarios de Uber, Cabify, taxi y cualquier otro servicio de transporte. Lo que se recaude irá destinado a indemnizar a los poseedores de licencias, con pagos que irán de 20.000 a 175.000 dólares en función de su antigüedad. Me parece una solución razonable y que permite que las ventajas del cambio tecnológico se generalicen a un coste aceptable. Quizás desde un punto de vista teórico no sea perfecta. Si me leo el capítulo del manual sobre monopolios o rentistas seguro que encuentro buenos argumentos en contra. Pero decir que un taxista que compró una licencia hace 15 años es un «monopolista» como si fuera la Renfe… pues qué quieren que les diga.
También entiendo a los que se preguntan si ese pago es justo. Porque lo que ha cambiado, como decimos, no es la ley, sino la tecnología. Algo que ha sucedido en muchos sectores que necesitan una licencia legal para operar. Por ejemplo, las tiendas necesitan un permiso para abrir al público y pasar un montón de filtros administrativos. Ahora llega Amazon y destroza su modelo de negocio sin tener que pagar licencia de apertura de local ni nada parecido. Y los periodistas podemos ponernos también a reclamar: ¿cuánto vale una licencia de radio? Pues ahora cualquiera puede retarnos a través de internet. ¿Debemos indemnizar a todos los tenderos o cadenas de radio españolas?
Quizás puede argumentarse que, en el caso de los taxistas, ese acuerdo implícito con la Administración estaba más definido que en otros sectores. Que nadie podía prever lo que iba a ocurrir con Uber o Cabify. Y que ellos sentían que sus políticos les habían prometido limitar la competencia en el conjunto del sector del transporte de viajeros, no sólo en lo que tiene que ver con las licencias de taxi. ¿Deben tener un indemnización por eso? ¿Por qué tienen que pagar contribuyente o usuario? No es fácil de responder, pero lo que es evidente es que cientos de taxistas compraron su licencia de buena fe con dos objetivos: amortizarla en sus años de trabajo y poder pagar parte de su jubilación con su venta. Era un punto de vista perfectamente razonable… hasta ahora.
La extraña coalición
Y sin embargo, dicho todo esto, como economista creo que taxistas, uberos y cabiferos están equivocándose. Como en muchos otros sectores que han visto cambios provocados por la tecnología, miran más al presente que al futuro y este les acabará atropellando. Porque la competencia real no es la que se hacen unos a otros. La competencia que va a acabar con su modelo de negocio ya está en marcha y es imparable. En las mismas calles en las que ellos se enfrentan, pueden ver los primeros coches compartidos (car2go, Emov) y quizás un día hasta se crucen con algún coche autónomo en pruebas (Waymo, de Google, hace años que está probándose en EEUU). Que los miren bien, porque anticipan un futuro mucho más cercano del que se piensan.
En este artículo sobre los coches autónomos en The Atlanticaseguran que «en tres años habrá 10 millones de coches autónomos» en las carreteras estadounidense y estos vehículos harán «un cuarto de los kilómetros recorridos en EEUU dentro de una década». Son cifras de un informe de Boston Consulting Group. ¡Un cuarto del total en apenas diez años! Y hay que contar que en las ciudades esta proporción será mucho más elevada. ¿Y los taxistas preocupados por Uber?
Este miércoles, un vistazo a los anuncios por palabras (ver el pantallazo de la derecha, tomado este mismo jueves) nos dice que las licencias de taxi y VTC siguen siendo dos activos muy codiciadosen Madrid: 145.000-150.000 euros las primeras; 45.000-48.000 euros las segundas. Con todo lo que está pasando y con el cambio que describimos en estas líneas, sigue habiendo gente que paga 150.000 euros por un bien que claramente tiene los días contados. Es cierto que han bajado los precios, pero siguen siendo muy elevados. Y probablemente la motivación sea parecida a la de un taxista de los años 80: amortizar al máximo durante sus años de uso y luego revenderla. Pero, ¿revender el qué? ¿Cuánto costará una licencia de taxi dentro de 10 años? ¿Y una de VTC?
Porque, además, los tiempos en este tema tienen mucha importancia. Todo lo que hemos explicado en este artículo gira en torno a dos supuestos que recogen el mejor argumento de los taxistas: la situación ha cambiado y era imposible prever la irrupción de actores como Uber o Cabify. Ésta es una muy buena premisa para empezar la discusión porque parte de un hecho real: la imposibilidad de anticiparse al cambio sufrido en la última década y la realidad de que pagaron mucho por una licencia pública porque les dijeron que sería la única forma legal de trabajar en el sector del transporte de viajeros. Las demás razones esgrimidas (que si los precios son bajos, que si las multinacionales, que si no pagan impuestos…) suenan a excusas de mal competidor, las mismas que otros muchos sectores protegidos han usado en nuestro país simplemente porque ha irrumpido alguien que ofrece un servicio mejor y más barato.
Pero alguien que compra en 2017 una licencia de taxi por 145.000 euros o de VTC por 50.000 ya no puede alegar que no sabía que su negocio tiene los días contados (o al menos, no puede decir que no sabía que existe ese riesgo y que compró la licencia asumiendo lo que podía ocurrir). Y sin embargo, todos sabemos que se alegará. Cuando dentro de una década no haya negocio para ninguno de los dos, taxistas y uberos estarán unidos en la lucha contra Waymo o car2go o Emov o quien domine el mercado de coches autónomos y compartidos. ¿Se imaginan una manifestación conjunta de taxis y VTC reclamando una solución? Con los chóferes de Uber pidiendo «protección» ante las multinacionales como Google o que se prohíba «una tecnología que destruye empleo» o que alguien les devuelva lo que pagaron por su VTC. No crean que es ciencia ficción. Nos vemos en las calles de Madrid, año 2027.