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TED y las ideas

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Hay mucho miserable escribiendo periódicos, que ensalza a los personajes más abyectos y clava titulares venenosos a muchas de las personas más respetables. Así las cosas, cualquier persona con un poco de simpatía por el género humano (aunque sea también periodista, como quien les escribe), no puede evitar dejarse llevar por el código moral, prácticamente infalible, de aferrarse al reverso de la intención del periodista.

Todo el mundo se hace el simpático diciendo a propios y extraños que él no sigue los dictados de la corrección política, que las normas no escritas quedan para los demás por que él, o ella, es un espíritu libre. Eso sí, luego Berlusconi dice una de las suyas y todo el mundo le salta a la yugular. Porque él sí que es incorrecto desde cualquier punto de vista. Con Berlusconi me pasa como con Yeltsin, que sus enemigos hacen que el personaje me provoque una simpatía irrefrenable. Seguramente el criterio del reverso periodístico me esté llevando aquí por mal camino, pero uno también debe elegir sus errores.

Berlusconi es un hombre extremo, capaz de grandes aciertos y errores descomunales. El último de sus errores pasa por la criminalización de la inmigración ilegal. Izquierda y derecha son ambas culpables de rivalizar en quién criminaliza más actos perfectamente legítimos. Desde la prostitución a la posesión de armas, desde la blasfemia al libre acuerdo entre empresarios y trabajadores, desde cometer suicidio a asistir a otra persona que quiere y no puede, los Torquemadas de ambas orillas luchan por inscribir en el Código Penal un número creciente de crímenes sin víctima.

¿Cómo puede ser un crimen desplazarse de un punto a otro del planeta? Las fronteras son la piel del Estado. Cuando ser ciudadano todavía tenía valor, cuando esa palabra estaba llena de contenido y era el rico precipitado de la historia de Occidente y no una burla, una concesión administrativa de un Estado controlador, la vida era muy otra. Nos dice Stefan Zweig:

Tal vez nada demuestre de modo más palpable la terrible caída que sufrió el mundo a partir de la Primera Guerra Mundial como la limitación de la libertad de movimientos del hombre y la reducción de su derecho a la libertad. Antes de 1914 la Tierra era de todos. Todo el mundo iba donde quería y permanecía allí el tiempo que quería. No existían permisos ni autorizaciones; me divierte la sorpresa de los jóvenes cada vez que les cuento que viajé a la India y a América sin pasaporte y que en realidad jamás en mi vida había visto uno. La gente subía y bajaba de los trenes y de los barcos sin preguntar o ser preguntada, no tenía que rellenar ni uno del centenar de papeles que se exigen hoy en día. No existían salvoconductos ni visados ni ninguno de esos fastidios. Las mismas fronteras que hoy aduaneros, policías y gendarmes han convertido en una alambrada a causa de la desconfianza patológica de todos hacia todos, no eran más que líneas simbólicas que se cruzaban con la misma despreocupación que el meridiano de Greenwich.

Hoy nos cuesta imaginarlo. Hoy nos humillamos quitándonos los zapatos y los cinturones al paso de máquinas que nos desnudan hasta los huesos. Hoy cruzar una de esas líneas te convierte en una persona ilegal. En un criminal.

Cada vez que leo este pasaje de Zweig siento un aguijonazo en el alma por el mundo de ayer.

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