En estos momentos, las emisiones de deuda pública parecen no conocer límites. Todos los estados del planeta se han lanzado a incrementar sus obligaciones financieras hasta los niveles propios de una guerra: los pasivos estatales de Reino Unido superan el 100% del PIB, los de Francia el 113%, los de España el 115%, los de EEUU el 130% del PIB, los de Italia el 155% y los de Japón el 260%. Asimismo —y lo que resulta más inquietante—, ninguno de estos países ha diseñado todavía planes para estabilizar y reconducir su endeudamiento hasta unos niveles más manejables: al calor de los bajos tipos de interés, y de la expectativa de que estos van a mantenerse en esos niveles de manera indefinida, nuestros gobernantes parecen haberse olvidado de cualquier principio de prudencia financiera en la administración de las deudas de los estados. A la postre, si todos los gobiernos se están endeudando en grandes cantidades, si el ‘stock’ de deuda pública global se halla en su máximo histórico y, pese a ello, los tipos de interés ni siquiera están tiritando, ¿por qué deberíamos pensar que este proceso ha de conocer algún fin?
Sin embargo, sería un error creer que el pánico sigue algún tipo de proceso lineal: que a mayor volumen de deuda, mayor miedo inversor y, por tanto, mayores tipos de interés. No funciona así: las actuales aguas en calma pueden alterarse súbitamente si las dudas o los miedos comienzan a instalarse en el ánimo de los inversores. El que todavía no haya habido ningún incendio, no significa que este no pueda aparecer en cualquier momento y devorar todo el bosque antes de que tengamos capacidad para reaccionar.
Las corridas bancarias no van anticipadas de depositantes que lanzan avisos moderados a los gestores bancarios: se producen sin previo aviso para sorpresa de esos gestores; los tipos de interés tampoco avisaron al Gobierno griego de la que se venía hasta que fue demasiado tarde: de hecho, durante los primeros diez meses de 2009, los tipos de interés incluso descendieron. Así, hay tres proposiciones que deberíamos tener claras acerca de la capacidad estatal para financiarse.
Primero, toda emisión de deuda pública —ya sean nuevas emisiones para sufragar el déficit o emisiones para refinanciar los vencimientos de la deuda previamente emitida— ha de poder colocarse a algún acreedor y, para ello, ese acreedor ha de tener apetito por adquirir las emisiones de deuda. De ahí que, conforme se vaya acumulando mayor deuda, el volumen de pasivos que deberán emitirse cada año, aunque solo sea para refinanciar los vencimientos que vayan produciéndose, tenderá a ser creciente (cuanto más cortos sean los plazos de la deuda, mayor presión ejercerá sobre los vencimientos).
Segundo, aunque tienda a pensarse que los bancos centrales pueden actuar, en caso de necesidad, como compradores de última instancia de los bonos estatales, esta capacidad es en última instancia ilusoria: lo único que pueden hacer los bancos centrales es intercambiar un tipo de pasivo estatal (los bonos del Estado) por otro tipo de pasivo estatal (la moneda ‘fiat’). El problema, pues, sigue siendo el mismo que antes: los estados muy endeudados continúan teniendo que colocar periódicamente en los mercados un elevado volumen de sus pasivos, ya sean bonos o moneda ‘fiat’. Nada cambia sustancialmente: acaso la única diferencia es que a los estados les puede resultar más sencillo colocar un título de deuda a muy corto plazo (como es la moneda fiat), que un título de deuda a largo plazo (en tal caso, el banco central estaría actuando como un transformador de plazos en favor del Gobierno, facilitando así la colocación de sus pasivos entre los inversores privados).
Y tercero, que el actual apetito de deuda (y de moneda) por parte de los mercados sea muy intenso no implica necesariamente que vaya a seguir siéndolo en el futuro. Puede haber, de hecho, dos factores que desencadenen una huida inversora privada de los títulos de deuda estatales: por un lado, la aparición de activos alternativos que resulten más deseables a ojos de los mercados (ya sea porque proporcionan una rentabilidad suficientemente elevada como para compensar los riesgos o ya sea porque ofrecen una mayor seguridad real que los títulos de deuda estatal); por otro, el grave deterioro de las expectativas de sostenibilidad de la deuda pública existente (generalmente, porque no se ve fin a una senda desbocada de déficits públicos futuros, especialmente si coincide con alguna otra gran crisis de por medio que hace improbables los ajustes).
Si los estados no encontraran compradores para su deuda, entrarían en suspensión de pagos; si los estados no encontraran compradores para su moneda (presuponiendo que el banco central monetice su deuda), experimentarían una alta inflación, lo cual no deja de ser un impago real de los títulos de renta fija. Cualquier repentino cambio de las expectativas que apunte hacia una u otra dirección, provocará una fuerte subida de los tipos de interés que dificultará todavía más la colocación de grandes cantidades de bonos o de moneda en el mercado y que, por consiguiente, agravará las tendencias anteriores.
En definitiva, la prudencia financiera debería aconsejar a nuestros gobernantes no abusar de su alta capacidad de endeudamiento presente por cuanto emitir mucha deuda hoy puede implicar tener que refinanciar demasiada deuda mañana. Que las condiciones financieras sean benignas hoy no implica que seguirán siéndolo en el futuro, sobre todo si los estados no se toman en serio su compromiso con la solvencia. Lo ha recordado recientemente el presidente del Bundesbank, Jens Weidmann, quien tras aplaudir la reacción a corto plazo de los estados ante la crisis del coronavirus, también ha recalcado que “la política fiscal no debería acostumbrarse a su laxitud presente, ni fundamentarse en la idea de que los tipos de interés se mantendrán bajos en el largo plazo. Por eso, tras la crisis, es importante reducir la elevada ratio de deuda pública”. En demasiadas ocasiones, la sensatez se convierte en una voz clamando en el desierto de la irresponsabilidad generalizada.