La estrategia de los nacionalistas pasa por no dar un sólo paso atrás.
Una de las máximas de un analista es no decir obviedades. Pero en ocasiones lo obvio queda sepultado bajo una montaña de falsedades. Es el conocimiento inútil del que hablaba Jean François Revel. El nacionalismo inhala odio y exhala mentiras. En España, los nacionalismos catalán y vasco, dejémoslo ahí, han creado una industria de producción de mentiras que está teniendo un éxito notable. Nosotros preocupados con las fake news y Donald Trump, y tenemos lo peor de nuestra casa en lo alto del poder regional, sustentado sobre su propia manipulación de la historia y de la realidad de cada día.
Una de las grandes manipulaciones es la del rodillo democrático: si un proceso de elección es democrático, ha de ser legítimo. Da igual quién decida y qué se decida. Es el “derecho a decidir”, del cual no se dice de dónde viene (quién) y a dónde va (qué), y que es la forma más acabada y perfecta de la manipulación nacionalista. Te muestro la palabra “decidir” pero escondo el sujeto y el objeto directo para quedarme yo con el derecho y tú con el objeto de mi decisión.
Siempre se ha sabido que la regla de la mayoría puede chocar con los derechos de la minoría. Que es necesario poner coto al principio democrático con el reconocimiento de los derechos individuales. Que las decisiones, incluso las mayoritarias, tienen que estar sometidas a la ley. Pero hay otra tautología que parece perderse en el extenuante trabajo de señalar ante el nacionalismo la realidad. La democracia es sólo una forma de gobierno, y ésta no puede decidir la cuestión fundamental: Cuál es la comunidad política. Porque es ella, la comunidad, la que decide, y la democracia no es más que un cauce, una forma de decisión. Pero los nacionalistas dicen que lo suyo es “la democracia”, y todo el mundo se calla o mira hacia otro lado, sin saber qué responder. Resulta chocante, la verdad.
Otra obviedad sepultada: Las comunidades autónomas son delegaciones del Estado. La soberanía reside en el pueblo español, “del que emanan todos los poderes del Estado”. Todos. Del pueblo español. ¿Por qué ha habido transferencias? Porque eran poderes que dependían del Estado y que éste ha cedido a las comunidades autónomas. E igual que las cede, las puede recuperar. Hacienda está a punto de demostrar quién tiene ese poder interviniendo las cuentas de la Generalitat. Yo soy de los que cree que a quien hay que devolver el poder es a los ciudadanos, y que somos nosotros los que debemos organizar la educación, la sanidad y muchos servicios más, pero una cosa es eso y otra depositar en cada gobierno regional la fuente de poder.
España es muy distinta, por ejemplo, de los Estados Unidos. Un país que cuenta en su nombre parte de su historia; precisamente la unión de diversos Estados soberanos. Se unieron en un sistema federal, sobre la base de las soberanías de cada uno de ellos y en pie de igualdad. La federación, que es el sistema ideal para los Estados Unidos, es un dislate para España. Entre otras cosas porque supone dividir la soberanía y entregársela a cada una de las regiones, es una ficción histórica.
La tercera sepultura es para una realidad un punto menos obvia; o quizás no. Las cesiones de poder del Estado central, fuente de todas ellas, a las regiones, se ha hecho bajo un presupuesto político tácito: la lealtad en última instancia al conjunto de España. Está claro que los nacionalistas, los vascos como los catalanes, han dado muestras de deslealtad en exacta proporción al producto entre la acumulación de poder y el transcurso del tiempo. Pero ello no desmentía la confianza en que llegará una última instancia en la que se quedarán en el redil. Para mí, como para tantos otros, la lógica era la contraria. La estrategia de los nacionalistas pasa por no dar un sólo paso atrás, en una carrera que en última instancia conduce al abismo de la secesión. Y el presupuesto de la lealtad sólo estaba del lado no nacionalista.
¿Qué relevancia tiene esta obviedad para el momento actual? Los nacionalistas catalanes plantean una estrategia que los cursis en inglés, que también los hay, llaman win-win. Es decir: Se da una situación y ganan ellos; se da la contraria, y también ganan ellos. En la primera, el Estado abandona por hastío y permite la secesión de Cataluña. En la segunda, el monstruo despierta, empieza a actuar, y los nacionalistas sacan su baraja con sólo dos cartas: el victimismo y el rodillo democrático. Y ganan ante la opinión pública; la local, la podemita y la internacional.
Pero por un lado no se puede vencer concediendo la derrota de antemano. Y por otro los nacionalistas no pueden amenazar con hacer lo que ya hacen. Además, defender las leyes y la integridad territorial es un deber para cualquier gobierno. Y eso sí que es una obviedad, aunque sea fuera de España.